ME ENSEÑÓ A COMPRENDER LA
INMORTALIDAD DE LOS HÉROES
No
quiero pecar de emotivo ni de sensiblero, pero alguien (es tarea de los
dirigentes) debiera decirles a los jóvenes de ahora cuál era el escenario en el
que le tocó actuar a Raúl Ricardo Alfonsín cuando enjuició a los genocidas, que
todavía tenían poder económico y poderío bélico como para apoyar sus
nostalgiosos y autoritarios caprichos.
Ahora en la lona es fácil mojarles las orejas y
abrumarlos con justas y merecidas perpetuas. Pero no es para alardear de
valentía, de coraje cívico ni de otros maquillajes con los que se cubren las
dudas, los renuncios y las complicidades del pasado.
Un país que clama por paz no puede ser el terreno fértil para los
guerreros de cartón ni los justicieros tardíos. Es necesaria la unión de todos,
como lo alentaba Alfonsín, aunque le quemaran un ataúd con sus banderas, lo
acusaran de claudicar en Semana Santa o de instaurar una economía que los
aprovechados de siempre utilizaron en provecho propio.
¿Para qué abundar en mayores detalles si el mejor testigo es la
Historia?
¿Por qué degradar su recuerdo si dejó el poder siendo más pobre que
cuando lo asumió?
¿Por qué ofender la memoria hacia quien nos hiciera vibrar una argentinidad
que creíamos perdida?
Es por eso mi homenaje que de ninguna manera es partidista sino personal
y cariñoso, a un hombre que años atrás nos gobernara sin franelear la
Constitución, porque le bastó solo con el Preámbulo para hacernos rezar la oración
cívica más conmovedora que pueda recordar.
¿La extensa conversación que tuve con él? No tiene importancia dentro de
la universal trascendencia de su figura. Simplemente y perdón por lo sintético
de mi apreciación, fue electrizante. Como lo es ahora, evocar a ese Gran Muerto
tantos años después.
Porque al seguir su vida, su lucha, su compromiso, su decencia, su
modestia y su viaje a la eternidad, alcancé a comprender lo que es la
inmortalidad de los héroes.
Gonio Ferrari
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