11 de septiembre de 2025

Sarmiento ya está en el bronce…

EN ESTE DÍA TAN ESPECIAL QUIERO ABRAZAR A
QUIENES  SIENDO NIÑO, FUERON MIS MAESTRAS


   Desde  la tarima de los tiempos, ahora que puedo al menos intentar lucir mis 86 flamantes añitos, con más de seis décadas y media de ejercicio ininterrumpido de este vicio -el periodismo al que muchos le llaman “profesión”- intento revivir aquellos tiempos de nuestra grandeza como país, del casi mágico “granero del mundo”, de los dichos europeos que aseguraban que Argentina tenía una de las mayores reservas de oro y otras riquezas en el mundo; de lejanos entonces que salíamos de casa y teníamos la certeza de regresar sin que nos asaltaran, del asado de cada mediodía dominguero, del fanático que podía ir con su esposa y los niños a ver un clásico de fútbol sin tener que resignarse a terminar en un hospital o en la comisaría, de ir al almacén del barrio y con cinco pesos comprar azúcar y yerba, de cuando dejábamos la bici apoyada en un árbol  en la vereda frente a nuestra casa y nos íbamos a dormir y al otro día esa bici todavía estaba allì, en fin, me refiero a tiempos idos, en los
que al cantar “Aurora” mientras el lienzo celeste y blanco alcanzaba las alturas, dudábamos si “…alta en el cielo un águila guerrera” se refería a
la Bandera Nacional o a nuestra maestra.
   Mi admiración, mi respeto y mi cariño por ellas.
   Por las de ahora y por las otras, las que quedaron allá lejos pero muy dentro de mí, atesoradas en un rincón de mi alma de niño.
   Porque al activar esa caprichosa parte del cerebro y del alma que se empeña en manejarme la memoria y viajo hacia mi escuela primaria, llego a una especie de bloqueo porque a una de las que fui, ahora es un coqueto shopping y la otra, el Pio Décimo de los salesianos, es como si se me hubiera traspapelado en esa añosa bruma que atesoran los almanaques.
   No creo que aunque el prócer lo merezca sea momento de ocuparme del Sarmiento. La historia ya lo llevó al bronce merecido porque  evocar tiempos pretéritos, asumo de venir de años en que la maestra, hasta segundo grado, era en verdad nuestra segunda mamá.
   De tercero a quinto se transformaba en  la persona que más sabía de la vida y sobre todo la que no perdonaba los horrores de ortografía, mi desequilibrio matemático o los equivocados tiempos de los verbos.
   Ya en sexto cuando teníamos otros ojos para verla,  dejaba de ser la segunda mamá, la peor de nuestras censoras, la que nos convencía que el Everest  era más alto que el Cerro de las Rosas, y que San Martín había cruzado los Andes.
   Y ya frente a nuestra explosión hormonal casi inmediata, se transformaba en un precoz objeto de deseo.
   Por eso no olvido mis primeros viajes imaginarios a los más recónditos rincones del planeta, la importancia del Pi 3,1416 o aquella fantasía de las
frases que según la edulcorada y poco documentada historia, habían pronunciado nuestros próceres y mártires al morir.
   No por una reacción tan humana como oportuna para la edad y el desarrollo, olvido las torneadas piernas de Marta Ceballos, los ojazos y la ternura de Gloria Perla Grimaut de Milich quien partió casi centenaria pero siempre lúcida y memoriosa.
  Debo confesar como “enfermo de sincericidio ineludible”, que también me resulta inolvidable el fervor etílico de un par de maestros “mangines”, uno cura obviamente gordo y el otro civil y macilento,  que tenía en los salesianos y hurgando en aquellos ayeres, tomo como ejemplos a la Mima, Rosalba, Lucy Scanferlatto y muchas otras.
   Ahora, desde el “observatorio” que  generosamente me dan los años, valoro mucho más el sacrificio y el compromiso de la vocación por enseñar, al menos en aquellos tiempos que la maestra desde su sabiduría, era ejemplo a imitar y no compinche para sus alumnos,
porque asumía el valioso y patriótico compromiso de educar y formar a varias generaciones; era la docente que se pelaba las pestañas en el aula y llevaba tareas a su casa y era el arquetipo, la consejera integral porque nos instruía para el aula y para la vida, a diferencia de la actualidad que son cocineras, confidentes, enfermeras, asesoras en materia de sexo y administradoras.
   Antes si el niño tenía malas notas, el culpable era el niño, como nunca debió ser de otra manera.
   Ahora la modernidad la transformó de tan injusta manera que si el niño no pasa de grado a la culpa se la endilgan a la maestra, muchas veces obligada a soportar agresiones del grupo familiar de algún descarriado.
   En los penosamente recientes, complicados e inciertos tiempos de pandemia la entrañable figura de ella, la maestra, adquiere dimensión monumental por su ausencia, aunque se busque asignarle presencia cósmica que no es lo mismo porque no reprende cuando alumnos lo merecen ni los abraza o los consuela cuando desesperadamente lo necesitan.
   Mi homenaje que cada año les rindo, no va dirigido tan solo a quienes
tuvieron la dura tarea de intentar desburrarme, sino a las que me marcaron un camino de decencia, de honestidad, de respeto y de compromiso con el prójimo.
   Aquellas maestras, mis maestras, siguen siendo iguales a las maestras de hoy, con los cambios lógicos que sobrevinieron con la llegada del progreso en las comunicaciones, la televisión, la cibernética, internet,  la naciente “inteligencia artificial” y otras evoluciones, o no poder tenerla cerca por culpa de la peste patentizada por  un minúsculo bicho más pequeño, muchísimo más pequeño que el ojo de una ita.
   Porque si hablamos de vocación, cada maestra sabe cuál es la cuota de entrega que ha puesto al servicio de sus alumnos estando presente o aislada por la exagerada cuarentena que por culpa de su manejo político más que científico y humano, no logró disminuir los miles y miles de casos que terminaron en una gigantesca fatalidad que aún lloramos.
   Mi admiración, mi respeto y mi cariño por todas ellas.
   Por las de ahora que cargan nostalgias por no ver a sus endiablados alumnos y por las otras, las que quedaron allá lejos pero muy dentro de mí, atesoradas en un rincón de mi alma de niño.
GONIO FERRARI