EN ESTE DÍA TAN ESPECIAL QUIERO ABRAZAR A
QUIENES SIENDO NIÑO,
FUERON MIS MAESTRAS
Desde la tarima de los tiempos, ahora que puedo al
menos intentar lucir mis 86 flamantes añitos, con más de seis décadas y media
de ejercicio ininterrumpido de este vicio -el periodismo al que muchos le
llaman “profesión”- intento revivir aquellos tiempos de nuestra grandeza como
país, del casi mágico “granero del mundo”, de los dichos europeos que
aseguraban que Argentina tenía una de las mayores reservas de oro y otras
riquezas en el mundo; de lejanos entonces que salíamos de casa y teníamos la
certeza de regresar sin que nos asaltaran, del asado de cada mediodía dominguero,
del fanático que podía ir con su esposa y los niños a ver un clásico de fútbol
sin tener que resignarse a terminar en un hospital o en la comisaría, de ir al
almacén del barrio y con cinco pesos comprar azúcar y yerba, de cuando
dejábamos la bici apoyada en un árbol en
la vereda frente a nuestra casa y nos íbamos a dormir y al otro día esa bici
todavía estaba allì, en fin, me refiero a tiempos idos, en los que al cantar
“Aurora” mientras el lienzo celeste y blanco alcanzaba las alturas, dudábamos
si “…alta en el cielo un águila guerrera” se refería a la Bandera Nacional o a
nuestra maestra.
Mi admiración,
mi respeto y mi cariño por ellas.
Por las de ahora
y por las otras, las que quedaron allá lejos pero muy dentro de mí, atesoradas
en un rincón de mi alma de niño.
Porque al
activar esa caprichosa parte del cerebro y del alma que se empeña en manejarme
la memoria y viajo hacia mi escuela primaria, llego a una especie de bloqueo
porque a una de las que fui, ahora es un coqueto shopping y la otra, el Pio
Décimo de los salesianos, es como si se me hubiera traspapelado en esa añosa
bruma que atesoran los almanaques.
No creo que aunque el prócer lo merezca sea
momento de ocuparme del Sarmiento. La historia ya lo llevó al bronce merecido
porque evocar tiempos pretéritos, asumo
de venir de años en que la maestra, hasta segundo grado, era en verdad nuestra
segunda mamá.
De tercero a quinto se transformaba en la persona que más sabía de la vida y sobre
todo la que no perdonaba los horrores de ortografía, mi desequilibrio matemático
o los equivocados tiempos de los verbos.
Ya en sexto cuando teníamos otros ojos para
verla, dejaba de ser la segunda mamá, la
peor de nuestras censoras, la que nos convencía que el Everest era más alto que el Cerro de las Rosas, y que
San Martín había cruzado los Andes.
Y ya frente a nuestra explosión hormonal
casi inmediata, se transformaba en un precoz objeto de deseo.
No por una reacción tan humana como oportuna
para la edad y el desarrollo, olvido las torneadas piernas de Marta Ceballos,
los ojazos y la ternura de Gloria Perla Grimaut de Milich quien partió casi
centenaria pero siempre lúcida y memoriosa.
Debo confesar como “enfermo de sincericidio
ineludible”, que también me resulta inolvidable el fervor etílico de un par de
maestros “mangines”, uno cura obviamente gordo y el otro civil y
macilento, que tenía en los salesianos y
hurgando en aquellos ayeres, tomo como ejemplos a la Mima, Rosalba, Lucy
Scanferlatto y muchas otras.
Ahora, desde el “observatorio” que generosamente me dan los años, valoro mucho
más el sacrificio y el compromiso de la vocación por enseñar, al menos en
aquellos tiempos que la maestra desde su sabiduría, era ejemplo a imitar y no
compinche para sus alumnos,
porque
asumía el valioso y patriótico compromiso de educar y formar a varias
generaciones; era la docente que se pelaba las pestañas en el aula y llevaba
tareas a su casa y era el arquetipo, la consejera integral porque nos instruía
para el aula y para la vida, a diferencia de la actualidad que son cocineras,
confidentes, enfermeras, asesoras en materia de sexo y administradoras.
Antes si el niño tenía malas notas, el
culpable era el niño, como nunca debió ser de otra manera.
Ahora la
modernidad la transformó de tan injusta manera que si el niño no pasa de grado a
la culpa se la endilgan a la maestra, muchas veces obligada a soportar
agresiones del grupo familiar de algún descarriado.
En los penosamente recientes, complicados e
inciertos tiempos de pandemia la entrañable figura de ella, la maestra,
adquiere dimensión monumental por su ausencia, aunque se busque asignarle
presencia cósmica que no es lo mismo porque no reprende cuando alumnos lo
merecen ni los abraza o los consuela cuando desesperadamente lo necesitan.
Aquellas maestras, mis maestras, siguen
siendo iguales a las maestras de hoy, con los cambios lógicos que sobrevinieron
con la llegada del progreso en las comunicaciones, la televisión, la
cibernética, internet, la naciente
“inteligencia artificial” y otras evoluciones, o no poder tenerla cerca por
culpa de la peste patentizada por un
minúsculo bicho más pequeño, muchísimo más pequeño que el ojo de una ita.
Porque si hablamos de vocación, cada maestra
sabe cuál es la cuota de entrega que ha puesto al servicio de sus alumnos
estando presente o aislada por la exagerada cuarentena que por culpa de su manejo
político más que científico y humano, no logró disminuir los miles y miles de
casos que terminaron en una gigantesca fatalidad que aún lloramos.
Mi admiración, mi respeto y mi cariño por todas
ellas.
Por las de ahora que cargan nostalgias por
no ver a sus endiablados alumnos y por las otras, las que quedaron allá lejos
pero muy dentro de mí, atesoradas en un rincón de mi alma de niño.
GONIO
FERRARI