Por supuesto, debe ser horrible que te agredan publicamente, porque se asemeja al ataque de una patota que aprovechándose de la superioridad numérica, te abruma con insultos y alaridos, exigiendo que te retires de un lugar público que elegiste en uso de tu libertad de optar.
Más o menos esas han sido las coincidencias que unieron en el infortunio a dos relevantes funcionarios nacionales, atacados cada uno por una turba incontenible y desagradable que los sometió a la violencia verbal del escarnio.
Reprobable desde donde se lo mire, aunque hay que reconocer el derecho individual a la protesta que constitucionalmente asiste a todos los ciudadanos de este país.
Tampoco es para escandalizarse y pensar que fueron actos movilizadores de un "efecto dominó" que se puede llegar a multiplicar.
Pero en la misma medida, a la hora de censurar con dureza lo acontecido, que quienes lo hagan recuerden el escrache continuo y permanente que nace de personeros del gobierno, que sin gritarle a nadie en sus orejas multiplican sin ninguna sutileza sus ofensas y descalificaciones a través de medios oficiales que sostenemos todos, así sean el casi gracioso 678, la cadena nacional o las declaraciones hirientes y ofensivas que ocupan espacios mediáticos.
Es lo mismo en sus efectos la patota callejera que manifiesta de alguna manera su indignación y su impotencia, que aquellos dueños del aire que se aprovechan autoritariamente de esa ventaja.
Ninguna de esas expresiones llegaría a ocurrir, si viviéramos en el imperio del respeto, una práctica bilateral que cuando se quiebra provoca reacciones impensadas.
Los que se creen intocables dejan de serlo porque ese respeto de ida y vuelta se ha interrumpido, desplazado unilateralmente por la impunidad y la soberbia.
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