11 de agosto de 2013

NO SOMOS NADA



   Un reciente dictamen judicial, sobre que el descuartizamiento de un muerto no es delito, nos hizo caer en la cuenta que hemos perdido hasta el respeto por nuestro paso al estado cadavérico.
   Los velatorios han ingresado a la historia, y solo se dan cuando se trata de ciertas personalidades que incluso después de muertos, siguen despertando interés en algún sector de la sociedad.
   Igual que la vigencia de las canchas de paddle, se vienen apagando las luces mortecinas y la música de Wagner o de Mendelssohn en las circunspectas y llorosas salas velatorias que de floreciente negocio pasaron a formar parte de las excepciones en el acostumbrado e inevitable rito de morirse.
   Allá lejos quedaron las noctámbulas tertulias matizadas con café, ginebra y otras bebidas más espirituosas que el muerto con las manos obligadamente cruzadas sobre el pecho, su color cetrino, la mortaja blonda y el aroma agobiante de los crisantemos, las calas y los pabilos en combustión.
   Adiós a los cortejos, los autos negros y las tumbas.
   Es tiempo de cenizas y de urnas.
   Más allá también pasaron de moda aquellas expresiones del duelo como la vestimenta negra, la faja negra en la manga del saco, la corbata negra, el tul negro en las mujeres y la visita dominical a la tumba llevando la inútil y tardía ofrenda que algunos floristas pícaros vendían -y aún venden- varias veces.
   Los entierros espectaculares también pasaron a los recuerdos, salvo que se tratara de próceres vivientes, altos dignatarios o todo aquel cuyos deudos necesitaran del mundano estrépito social.
   Y el vetusto ceremonial de adioses, abrazos, gemidos, lágrimas de cocodrilo, cuentos verdes, madrugadas etílicas, coronas, palmas, cruces de flores, letras doradas sobre telas violetas, orfandades, viudeces y tantas otras expresiones así fueran de cariño auténtico o de hipocresía, sucumbió dolorosamente frente a la vigencia, la comodidad y el ahorro que representa la cremación.
   Se terminó aquello de algunos cementerios del interior que crecían más que sus pueblos.
   No es acertado pensar en la purificación por el fuego -se me ocurre porque estoy vivo- sino en la simplificación de un final, porque nadie puede sentirse tan culpable como para que lo achicharren aunque sea cadáver, como exculpación de nada.
   Resumiendo, indicar póstumamente que te cremen es abreviar la pena de agitar los pañuelos de la despedida, es mitigar de antemano los adioses, es acelerar y asumir dinámicamente el duelo, es concentrar el dolor que se transforma en íntimo e inviolable recuerdo.
   Epicuro tenía razón: “La muerte temida como el más horrible de los males, no es en realidad nada pues mientras nosotros somos, la muerte no es, y cuando ésta llega, nosotros no somos”.
   A lo mejor por eso para nuestras leyes, una vez que morimos pasamos a ser lisa y penosamente, “una cosa”.
  


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