Un reciente dictamen judicial, sobre que el
descuartizamiento de un muerto no es delito, nos hizo caer en la cuenta que
hemos perdido hasta el respeto por nuestro paso al estado cadavérico.
Los velatorios han ingresado a la historia,
y solo se dan cuando se trata de ciertas personalidades que incluso después de
muertos, siguen despertando interés en algún sector de la sociedad.
Igual que la vigencia de las canchas de
paddle, se vienen apagando las luces mortecinas y la música de Wagner o de
Mendelssohn en las circunspectas y llorosas salas velatorias que de floreciente
negocio pasaron a formar parte de las excepciones en el acostumbrado e
inevitable rito de morirse.
Allá lejos quedaron las noctámbulas
tertulias matizadas con café, ginebra y otras bebidas más espirituosas que el
muerto con las manos obligadamente cruzadas sobre el pecho, su color cetrino,
la mortaja blonda y el aroma agobiante de los crisantemos, las calas y los
pabilos en combustión.
Adiós a los cortejos, los autos negros y las
tumbas.
Es tiempo de cenizas y de urnas.
Más allá también pasaron de moda aquellas
expresiones del duelo como la vestimenta negra, la faja negra en la manga del
saco, la corbata negra, el tul negro en las mujeres y la visita dominical a la
tumba llevando la inútil y tardía ofrenda que algunos floristas pícaros vendían
-y aún venden- varias veces.
Los entierros espectaculares también pasaron
a los recuerdos, salvo que se tratara de próceres vivientes, altos dignatarios
o todo aquel cuyos deudos necesitaran del mundano estrépito social.
Y el vetusto ceremonial de adioses, abrazos,
gemidos, lágrimas de cocodrilo, cuentos verdes, madrugadas etílicas, coronas,
palmas, cruces de flores, letras doradas sobre telas violetas, orfandades, viudeces
y tantas otras expresiones así fueran de cariño auténtico o de hipocresía,
sucumbió dolorosamente frente a la vigencia, la comodidad y el ahorro que
representa la cremación.
Se terminó aquello de algunos cementerios
del interior que crecían más que sus pueblos.
No es acertado pensar en la purificación por
el fuego -se me ocurre porque estoy vivo- sino en la simplificación de un
final, porque nadie puede sentirse tan culpable como para que lo achicharren aunque
sea cadáver, como exculpación de nada.
Resumiendo, indicar póstumamente que te
cremen es abreviar la pena de agitar los pañuelos de la despedida, es mitigar
de antemano los adioses, es acelerar y asumir dinámicamente el duelo, es
concentrar el dolor que se transforma en íntimo e inviolable recuerdo.
Epicuro tenía razón: “La muerte temida como
el más horrible de los males, no es en realidad nada pues mientras nosotros
somos, la muerte no es, y cuando ésta llega, nosotros no somos”.
A lo mejor por eso para nuestras leyes, una
vez que morimos pasamos a ser lisa y penosamente, “una cosa”.
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