VENTOSO HIMNO AL BARRILETE
No es lo mismo, pero así como
esperábamos Nochebuena, Navidad, el año nuevo y los carnavales, las ansias por
apresurar la llegada de agosto solía ser superior en cuanto a nuestras
expectativas: el agosto de los vientos, mes eólico que nos remontaba a las
alturas pendiendo de la debilidad de un hilo, la fragilidad del papel, la
elasticidad de las cañas y los inútiles trapos de la cola.
Era el mes en que mágicamente
pasábamos a ser hijos del viento y hermanos del engrudo; cómplices de las
ráfagas y enemigos de los cables barrileticidas porque renacía en nosotros ese
oculto artesano que dormía once meses y se despertaba cada año en agosto,
cuando volaban los flequillos y los pelados se agarraban la frente no sé para
qué.
Buscábamos cañas y todo lo
necesario incluyendo los trapos para la cola, a veces yapada con hilachas de
ropas o con algunas tiras de escondidas prendas íntimas, porque los hacíamos
nosotros y el placer era fabricar nuestros propios sueños de volar sin alas
propias.
La aérea sinfonía de
mediomundos, estrellas, papagayos o cuadrados invadía de colores las alturas
cuando la pericia se demostraba en el “tinquéo” del hilo, en los cabeceos de la
pandorga, tratando de esquivar los ramazos y en la velocidad de los “mensajes”
que enviábamos en papelitos aleteando por el cordel hasta los tiradores,
mientras los bramadores hacían escuchar su ondulante grito autoritario.

Y solían quedarse bien arriba
deleitándonos casi inmóviles o balanceándose en todas direcciones para nuestra
delicia que casi nos embalsamaba los ojos con aquel paisaje.
Esa era la fascinación, nuestra
inocente hipnosis de emborracharnos precozmente de ilusiones en cada agosto,
mes mágico en el que envidiábamos a los pájaros.
Siendo mocoso, el barrilete me
hacía sentir que era dueño de un pedacito de cielo y que podía caminar entre
las nubes.
Gonio Ferrari
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