EL NIÑO QUE FUI, AHORA
REFUGIADO EN EL ALMA
A ese vetusto y tan andado tren de la memoria
se le ha ocurrido llevarme de paseo hasta las estaciones más lejanas, allí
donde ya no están los andenes, las señales rojas ni las barreras para impedir
el asalto a los rieles. Y arranco desde la vieja casona de San Lorenzo al 200
en Nueva Córdoba donde el vecino y pintor Antonio Seguí hacía unos dibujos que
no comprendíamos, y menos que hoy se cotizarían a unos 25.000 euros cada uno.
Habitábamos casi tribalmente una “casa chorizo” con dos patios y como diez
piezas en dos niveles, sala enorme con piano, junto a un baldío a pocos metros
de Chacabuco.
La primera mudanza se hizo a la
vuelta de allí, Ituzaingó al 600, vecino al patio de la iglesia de los Capuchinos,
donde el compasivo cura párroco de entonces se entretenía volteando palomas de
los campanarios con su rifle de aire comprimido. Allí una vez, mi Viejo el Coco
siendo joven se subió a la torre más alta a donde se llegaba hasta la cruz por
el lado de afuera. Lo tuvieron que bajar los bomberos. Es por eso que ciertas
locuras, actitudes y orientaciones filosóficas suelen tener su componente
genético.
Nos acogió luego el Barrio
Firpo, al que Catastro y el progreso rebautizaron como General Bustos, en el terroso
Pasaje Italia de sólo una cuadra entre Augusto López, una avenida poblada y
perfumada por naranjales amargos, y Saravia. El tranvía 7 pasaba por allí y por
lo general los “motorman” se sacudían con las explosiones que provocábamos
poniendo sobre las vías chapitas de gaseosas con clorato de potasio, azufre y
carbón. Vivía con mi Vieja -la Celia- y
el Coco -quien duró hasta sus tempranos 42 años- junto con mis tres hermanos
Jorge, Horacio y Gustavo. Con el Pelado Contreras, el Pichón Rotlhisberger, el
Araña Galíndez, el Keko Gomez (su hermana era hermosa), el Negro Puerta y el
Victor Leguizamón éramos potencialmente vándalos y casi en el acceso a la
delincuencia infantil.
De allí saltamos a la casita
propia por el Plan Eva Perón (que en aquellos tiempos no eran “sueños
compartidos”) en Bajo Palermo a donde llegué ya mozalbete quinceañero. Fui
laburante a partir de entonces y nunca hasta el presente dejé de trabajar. Tenía
responsabilidades y a los 18 años y unos meses comencé en La Voz del Interior
primero comentando rugby -mi pasión- y luego corrector y por fin en la
Redacción.
Recorrí el mundo hacia todas
las lejanías, gocé paisajes, hice amigos, admiré otras culturas, incursioné sin
éxito por idiomas inentendibles, conocí gente tan distinta como maravillosa,
supe pasar hambre, sufrí miedos, angustias y peligros y lloré más de una vez
por la sangre propia y mucho por la ajena.
Amé, fui y me hace feliz ser
amado.
El niño ¿había quedado atrás?.
Así y todo es complicado
pretender llegar a ser íntegramente un adulto porque el niño que fuimos es la
raíz; es la curiosidad y la travesura; el desenfado y la inconsciencia; la
impunidad hasta el correctivo de la chancleta y la respetuosa precoz madurez
que llega cuando nos empezamos a mirar con las vecinas, ponernos colorados y
sufrir los jóvenes sofocones que ya muchachos, le llamábamos calentura.
Pero el niño, aquel niño sigue
en nosotros con su frescura de maceta; con la sospechosa inocencia y el
recóndito deseo de no crecer porque es el camino a la vejez el fantasma que más
nos tortura y espanta.
Dejamos atrás las figuritas
difíciles, el trompo caprichoso, las chinches y las bolitas, el barrilete de
agosto y los carnavales con agua para sumergirnos en el agresivo mundo de la
competencia por el mango, la responsabilidad de una familia y esa intención no
siempre alcanzada de vernos reflejados en los hijos y pretenciosamente más
tarde en los nietos, como si la historia se tuviera que repetir a través del
papel carbónico de la memoria, olvidando que ellos también merecen ser niños salvajemente
libres como nosotros lo fuimos.
¡Bahh! No es para decir que
fuimos, porque en algún rincón del alma tenemos encriptada para siempre esa
niñez de juegos, de diabluras, de miraditas furtivas, de coladas en el cine, del
amor por la maestra, del sueño de caramelos, de rodillas peladas y orejas
sucias.
“Un niño es un amor que se ha
hecho cosa visible”, sostenía Novalis y tengo la certeza que lo dijo siendo
niño cincuentón.
Porque cuando tenemos mucho,
mucho más pasado que futuro reconocemos con el alma, la bronca y las lágrimas,
habernos visto obligados a crecer para
llegar a la madura y sesuda convicción que la niñez es la idealización de la
vida.
Como para jamás dejar de ser
niño, pese a los 80 que cargo y atesoro desde hoy.
Gonio Ferrari
Hermoso relato! Feluz cumpleaños!
ResponderBorrarCada año, una dignidad nueva, un nuevo ejemplo y el siempre honor al maridaje fecundo entre palabra y obra. El mejor cumple, colega y amigo querido y admirado
ResponderBorrarCristina Castello
Llego a este blog por esas cosas de la vida, en un momento de querer conectar con mi propósito y saber quién soy mas allá de las etiquetas. Encuentro este texto y me traslada a un pasado que no viví pero que se siente muy cercano. Leer esto me hizo sentir uno con ese niño que atesora todas sus aventuras y vivencias. Hermosisimo, de mucha ternura y calidez :)
ResponderBorrar