25 de diciembre de 2020

Miembro de la familia

SOBREVIVIENTE  QUE  MERECERÁ EN
SU MOMENTO UN CÁLIDO HOMENAJE
 

   Por ella y su esterilla pasaron la fragilidad de los abuelos, las portentosas caderas de la Nona, la delicadeza del tío Artemio y la flatulencia de su hermano Cacho, el laborioso cansancio de mi padre, la siesta de Fellini el gato más negro y mimoso del mundo apoltronado en la falda de la patrona, los apetecibles traseros de mis primas y las acostumbradas posaderas nuestras que éramos los dueños de casa y las menos añosas de nuestros hijos y nietos.
   Las visitas solían encapricharse con instalarse en ella y el vecino que nunca falta acostumbraba dejar pasar el par de horas que le demandaba volver a la normalidad, después del asado y de haber liberado los duendes de su fervor etílico.
   Hasta la empleada doméstica se daba el lujo y el placer luego de sacudir los almohadones y de usarla mientras vanamente enjugaba la transpiración de su frente con algo que parecía un pañuelo.
   Ella siempre tenía quien la ocupara y era de por sí una especie de certificado de vida, de familia, de unión, de encontrarnos y abrazarnos hasta hacernos crujir de íntima fraternidad los huesos y quedarnos esos mágicos instantes humedeciendo los hombros y haciendo que las orejas nuestras y las ajenas conversaran entre ellas. Era un rito tan acostumbrado y escasamente solemne porque cada vez que lo gozábamos era como si nunca nos hubiéramos entregado a ese religioso deleite mientras ella, la que se llevaba bien con todos era testigo de cada reencuentro.
   Pero los tiempos cambiaron, el mal se hizo universal, nos molieron a palos las nostalgias y pese a todo unificamos nuestros ruegos frente al imaginario altar de todos los credos para pedir clemencia, para asumir culpas y para acusar tanto a sospechosos como a inocentes.
   Fue cuando la vida amenazada y esa tendencia a dominarnos por el miedo nos encerraron con proyección de perpetuidad en cárceles de cuyas celdas y ominosos candados teníamos todas, todas las llaves hasta que llegó el momento en que las quimeras dejaron de ser tales.
   Y ahora ella es como si pausadamente viniera reverdeciendo sus tallos. Como si la savia hubiera despertado de su letargo. Como si en lugar de madera fuera árbol florecido de verdor y de recuerdos por el prodigioso hecho de su resurrección.
   En el camino habían quedado el abuelo, la Nona, los tíos y algunas otras ramas del árbol familiar pero no existía esa dolorosa sensación de ausencia porque aquella tempestad universal nos impidió visitas piadosas, despedidas temporarias y adioses definitivos.
   Pero ella estaba allí, lista para recibir con júbilo a los sobrevivientes.
   Esa silla histórica, integrante esencial de la familia que fue y de los que sobrevivieron, de ejemplar conducta y fe en su espera, bien merece el homenaje de recordarla para toda la vida.
   Y también más allá…
   Para  que aquellos que no la conocieron, pidan que les cuente sus historias de los viejos y mágicos abrazos, de las felicidades compartidas, de los sufrimientos silenciosos, de las íntimas despedidas sin besos y de los brutales destierros sin retorno.
Gonio Ferrari

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