Es
un viejo deporte nacional eso del escrache social, de la condena
sentimental, del impulso descalificador por encima de la propuesta
superadora, de la mordaza a quien piensa distinto y otras mil formas
de sumir en el desprestigio a cualquier hijo de vecino, solo por la
sospecha de alguna incorrección que en muchas ocasiones aviesamente
se le endilga.
Uno
de esos casos puede que sea el del compatriota Ricardo Jaime, de
actuales 58 años, nacido en Córdoba, ingeniero agrimensor,
conchabado allá por 1984 por el gobierno angelocista en la Dirección
de Catastro por un año, hasta que atraído por las delicias del frío
sureño se mandó a mudar instalándose en Caleta Olivia, que gracias
al petróleo, vivía tiempos de eufórica bonanza.
Se
dejó seducir por la política, llegó a presidir el Concejo
Deliberante y cedió al encandilamiento que le provocara el entonces
intendente de Río Gallegos, el ignoto Néstor Kirchner, pretendiente
del sillón de la gobernación donde posaba sus asentaderas el
justicialista Arturo Puricelli.
Desde
el ’91 al ’99, el bueno de Jaime fue creciendo de la mano de
Néstor, ya consagrado gobernador, quien lo llevó a ocupar elevados
cargos dentro de su administración hasta que un buen día se le
pelaron los cables -dicen- y se volvió a Córdoba asumiendo como
viceministro de Educación en el equipo de José Manuel de la Sota.
Ese
cargo medio que le tiraba de sisa y prefirió las luces porteñas,
donde fue designado por Kirchner al frente de la Secretaría de
Transportes de la Nación y como la gente es mala y comenta por lo
general sin saber, no fueron pocos los que sostenían por entonces
que era como darle el ministerio de Salud a un veterinario, sin que
esto signifique un menoscabo a los sanadores de bichos.
Y
pocas horas después del tropezón electoral del 28 de junio de 2009,
cuando la Doña debió asumir el trago amargo de la derrota en la
renovación parcial del Congreso (el comicio iba a ser en octubre
pero fue adelantado para ganarle una carrera a la crisis que asomaba)
nuestro comprovinciano trashumante hizo sus valijas y renunció
exponiendo el pretexto de razones personales sin tomar en cuenta una
apreciable cantidad de denuncias por corrupción en su contra que
andaban dando vuelta en los tribunales.
Es
poco probable que alguien que ha saboreado las mieles del poder,
pueda resistirse a seguir paladeando ese manjar de la sensualidad,
festín de Dioses y privilegio de elegidos.
El
bueno de Jaime, humano al fin, seguramente siguió vinculado a los
que mandan, hasta que la Justicia lo invitó a sentarse en un modesto
banquito, que no es tan cómodo como los sillones de los opulentos
despachos oficiales que supo ocupar durante su lucrativo romance con
el poder.
Y
se le heló el cebo, por eso tan atávico que se llama miedo y el
vulgo lo califica groseramente como cagazo.
Se
escondió, comprendió que las chicanas no habían servido, contrató
abogados y buscó la manera de escaparle a la prisión preventiva, no
fuera cosa que le aplicaran el mismo ridículo criterio con el que
presionan y tienen de rehenes a muchos ciudadanos en la megacausa del
Registro de la Propiedad.
Nadie
salvo sus más allegados y los letrados que lo asisten conocían su
paradero y por supuesto el desborde mediático se lanzó a la ruleta
de las conjeturas y las sospechas, privilegiando aquella de su
protegido escondrijo a cambio de silencio acerca de todo lo que sin
dudas conoce y no es prudente ni oportuno divulgar.
Una
vez que se aseguró no ver las rejas desde el lado de adentro, sacó
pecho y fue a Tribunales a decir bajo juramento su domicilio, tras
pasar por la Caja y dejar una fianza de 200 mil pesos que ningún
empleado público -o ex- puede juntar en tan poco tiempo.
Se
habló hasta el cansancio de 20 causas pendientes y el bueno de
Jaime, en un ataque de indignación, acusó de exagerados a los
medios y dijo que las causas en las que estaba involucrado y
encartado eran solo siete.
Debo
cambiar ahora el estilo del comentario, porque quiero terminarlo como
si el Sr. Jaime, emprendedor y ahorrativo casi sexagenario, estuviera
escuchando de cerca a este humilde y veterano decidor de cosas.
Usted,
don Jaime, hombre que se ajusta a derecho, que proclama ser
respetuoso de la ley, que considera no haber huido sino haberse
demorado, que no quiere hablar de las concesiones de los trenes, de
los casi dos mil millones de pesos que recibieron en subsidios en
parte de su gestión ni del desastre de su mantenimiento, puede pagar
abogados para que le enseñen a defender lo indefendible de la
condena social, del tribunal popular cuya intuición y experiencia
son más certeras que los códigos.
Le
pido perdón, señor Jaime, porque fui uno de los tantos que creímos
en la existencia de veinte causas que lo involucraban y en realidad
son nada más que siete, una pavada para una persona que se cree
decente.
Porque
si hay justicia, justicia real y pronta que le dicen, y lo dejan
preso, así se revuelque en sus propios lamentos lo podrá hacer
hasta que salga en libertad porque seguramente no estará a la sombra
el tiempo que se merece.
¿Sabe
qué es lo indignante, señor Jaime?
Que
51 argentinos, los del Ferrocarril Sarmiento en la estación Once, ni
siquiera pudieron ni podrán gozar el privilegio suyo, aunque fuera,
de estar en la cárcel.
Presos,
pero vivos.
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