Si se llega a un grado de impunidad como el demostrado, es porque todos
los frenos legales y éticos se han visto superados, avasallados por una
realidad que no es nueva pero a la que siempre se le dio la espalda.
Las cárceles cordobesas son un desastre, porque se permite que así sean.
Una boba explicación es que si no se aflojan las exigencias, los
controles y la seguridad, los motines florecerían a diario y es más barato
hacer la vista gorda que enfrentarse a un sangriento desastre como ya tantas
veces ha ocurrido.
Lo que llama la atención, si así fue, que los propios presos (o solo
cinco, ya identificados) hayan puesto sus cabezas a merced del verdugo que para
ellos es la ley: mostrarse en tales actitudes les asegura por lo menos mayor
dureza en el trato que han de recibir, con relación a las visitas.
Un famoso preso alojado tiempo atrás en la Penitenciaría supo
comentar públicamente que “por lo que se sabe, a la droga no la salimos a
comprar nosotros y es difícil que las traigan las visitas por el rigor de las
requisas personales. A muchas visitas las conocen más por el culo que por la
cara”.
Toda una sentencia que al tomar estado público en nada modificó el
reiterado ingreso de sustancias prohibidas al penal, tanto así que el alcohol y
las pastillas pasaron al casi intrascendente chiquitaje del segundo plano.
Era la hora de la marihuana y de la cocaína.
La droga no llega en paracaídas, pero allí está.
Igual que los celulares y las armas, hasta el punto que funcionan
virtuales “call’s center’s” para la consumación de variados delitos.
La función periodística no es en absoluto equiparable a las de los
defensores, fiscales, jueces ni verdugos, pero frente a la crisis de autoridad,
cuando la sociedad advierte que el respeto a la ley ha sido derrotado por la
impunidad delictiva y la inacción gubernamental, apela a los medios de
comunicación por entender que las soluciones se alcanzan solo por la vía del
escándalo.
Es por eso que muchas veces hemos calificado al nuestro como “país de
soluciones pos mortem” porque siempre es necesario que alguien muera para que
las autoridades se movilicen en procura de solucionar un determinado problema.
Pero el tema de las cárceles ya ha sobrepasado la más febril de las
imaginaciones, cuando nos enteramos de manera fílmicamente documentada, de la
existencia real de teléfonos ligados a Internet, armas y drogas en un penal de
máxima seguridad, lo que nos lleva a pensar que en los otros más permeables el
comercio y el consumo ilegales son una
fiesta.
No es cuestión de acusar a nadie al voleo, sino de investigar con
seriedad y sin compromisos, amiguismos u ocultas “relaciones comerciales”.
No es bueno tender la cortina de humo que significan los consumidores de
cocaína, los tenedores de armas o los usuarios de teléfonos, porque esa cortina
les otorga tiempo y cubre a los verdaderos responsables de esta ridícula aunque
no inédita situación.
Investigar a todos, pero con todo, a través de la Justicia: en sus
costumbres, en sus amistades, en su patrimonio, en sus legajos, pero que no se
salve nadie.
Es la mejor manera de rendir homenaje de reconocimiento a la sacrificada
y riesgosa tarea de los guardiacárceles decentes, que deben soportar la eterna
mochila de la sospecha por la deshonestidad de algunos vivillos que seguramente
no actúan solos, a la hora de hacer daño y enriquecerse.
Gonio Ferrari
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