11 de septiembre de 2020

Dia del Maestro

ELLAS VIVEN EN LAS NOSTALGIAS
QUE ATESORA  MI  ALMA  DE  NIÑO
   Cuando activo esa neurona que me maneja la memoria y viajo hacia mi escuela primaria, llego a una especie de bloqueo porque a una de las que fui, ahora es un shopping y la otra, el Pio Décimo de los salesianos, es como si se me hubiera traspapelado en la añosa bruma de los almanaques.
   No creo que sea momento de ocuparme del Sarmiento prócer porque ya la historia lo llevó al bronce merecido.
   Soy de los tiempos en que la maestra, hasta segundo grado, era en verdad nuestra segunda mamá.
   De tercero a quinto era la persona que más sabía de la vida y sobre todo la que no perdonaba los horrores de ortografía, mi desequilibrio matemático o los equivocados tiempos de los verbos.
   Ya en sexto dejaba de ser la segunda mamá, la peor de nuestras censoras, la que nos convencía que el Everest era más alto que el Cerro de las Rosas, y que San Martín había cruzado los Andes.
   Y ya frente a nuestra explosión hormonal, se transformaba en un precoz objeto de deseo.
   Por eso no olvido mis primeros viajes imaginarios a los más recónditos rincones del planeta, la importancia del Pi 3,1416 o aquella fantasía de las frases que según la historia, habían pronunciado nuestros próceres al morir.
   Pero tampoco olvido las torneadas piernas de Marta Ceballos, los ojazos y la ternura de Gloria Perla Grimaut de Milich quien partió casi centenaria pero siempre lúcida, madre de “El Larva” que es mi amigo y de Cristina.   
   Debo confesar que también me resulta inolvidable el fervor etílico de un par de maestros mangines, uno cura obviamente gordo y el otro civil y macilento,  que tenía en los salesianos.
    Son parte de mis nostalgias como ejemplos docentes, la Mima, Rosalba, Lucy Scanferlatto y muchas otras.
   Ahora, desde la tarima que implacablemente me dan los años, valoro mucho más el sacrificio y el compromiso de la vocación por enseñar, al menos en aquellos tiempos que la maestra desde su sabiduría, era ejemplo a imitar y no compinche para sus alumnos.
   Que solo educaba y se llevaba tareas a su casa.
   Que era el modelo a seguir porque nos instruía para el aula y para la vida, a diferencia de la actualidad que son cocineras, confidentes, enfermeras, asesoras en materia de sexo y administradoras.
   Antes si el niño tenía malas notas, el culpable era el niño, como nunca debió ser de otra manera.
   Ahora si el niño no pasa de grado la culpa se la endilgan a la maestra, muchas veces obligada a soportar agresiones del grupo familiar de algún descarriado.
   En los actuales, complicados e inciertos tiempos de pandemia la entrañable figura de ella, la maestra, adquiere dimensión monumental por su ausencia, aunque se busque asignarle presencia cósmica que no es lo mismo porque no reprende cuando sus alumnos lo merecen ni los abraza o los consuela cuando desesperadamente lo necesitan.
   Por eso mi homenaje, no tan solo a quienes tuvieron la dura tarea de intentar desburrarme, sino a las que me marcaron un camino de decencia, de honestidad, de respeto y de compromiso con el prójimo.
   Aquellas maestras, mis maestras, siguen siendo iguales a las maestras de hoy, con los cambios lógicos que sobrevinieron con la llegada del progreso en las comunicaciones, la televisión, la cibernética, Internet y otras evoluciones, o no poder tenerla cerca por culpa de un minúsculo bicho más pequeño, muchísimo más pequeño que el ojo de una ita.
   Porque si hablamos de vocación, cada maestra sabe cuál es la cuota de entrega que ha puesto al servicio de sus alumnos estando presente o aislada por la cuarentena.
   Mi admiración, mi respeto y mi cariño por ellas.
   Por las de ahora que cargan nostalgias por no ver a sus endiablados alumnos y por las otras, las que quedaron allá lejos pero muy dentro de mí, atesoradas en un rincón de mi alma de niño.
Gonio Ferrari

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