Con cinco centavos, logicamente a los 10 años, compraba un puñado de caramelos.
Era cuando el "boleto obrero" costaba eso: solo cinco centavos y regía en un horario especial.
Vivíamos en el Pasaje Italia que tenía una sola cuadra en el viejo Barrio Firpo y quien generosamente se desprendía de esa moneda era el Coco, mi Viejo, que de tan buscavidas fue vendedor en Casa Vives, boletero en el Hipódromo, guarda de tranvía y terminó muriendo injustamente por lo joven, a los 42 años, siendo Administrador del por entonces Hospital Eva Perón.
Porque allá en los finales de los '40 casi todo se llamaba Juan Perón o Eva Perón, aunque no falten los desmemoriados o intolerantes que por esto me tilden de gorila.
Lo que les cuento, es para que vean que puedo hablar del tranvía con cierta vivencial autoridad y ejercicio de la memoria, que es donde uno archiva los momentos más gloriosos y mágicos.
El tranvía para mí y por entonces no servía tan solo para viajar, sino también para hacer explotar las tapitas de gaseosa con clorato de potasio (pastillas que se disolvían en la boca para el dolor de garganta) y azufre que colocábamos en las vías y hacían palidecer y entrar en situación de pánico, asombro y julepe a los motorman's.
Lo hacíamos sobre los rieles de la linea 7 en el centro de la Augusto Lopez, calle ancha con naranjales amargos en las veredas, cuando integrábamos una gavilla de dañinos juveniles, varios precoces vándalos como el Pichón Rothlisberger, el Queco Gomez, el Pelado Contreras, el Victor Leguizamón, el Araña Galíndez, el Negro Puerta y algunos otros valores del barrio que ahora se llama General Bustos.
El tranvía servía para aprender a "largarse" desde la puerta trasera en sentido contrario a la marcha y no darse un porrazo, por eso de la inercia.
El tranvía servía para viajar hasta en el techo después de algunos partidos del fútbol de entonces.
El tranvía era codiciado algunas noches por los que hacían despedidas de solteros y practicamente los secuestraban para hacer alocados, etílicos y pintorescos recorridos.
El tranvía servía para viajar sentado en la parrilla salvavidas que venía plegada en la parte posterior, o para ubicarse en el privilegiado rincón al lado del mótorman, siempre que este lo permitiera.
El tranvía servía para ver con qué cancha y maestría los guardas se bajaban con un fierro en la mano y haciendo palanca cambiaban de vía.
El tranvía tenía una bocina metálica, un fierro que golpeaba a otro fierro cuando el mótorman lo accionaba con la planta de su botín antes de cada esquina y producía un sonido que ahora mismo al evocarlo, en este instante, me despierta eso tan maravilloso que es la nostalgia.
Medio siglo atrás, el progreso firmó el certificado de defunción del tranvía y por muchos años las vías siguieron haciendo caer a los motociclistas, tropezar a los chicatos y a los pasajeros llevarlos a optar por los "loros", unos ómnibus que reemplazaron su servicio pero no su mística ni el romanticismo de un paseo por la ciudad.
El tranvía sirvió para que sacralizáramos personajes como "El chancho", mote que recibían los inspectores de boletos que cuando subían provocaban que se bajaran los que habían conseguido colarse o eran amigos del guarda.
El tranvía sirvió para el lucimiento de "La Gitana", el más emblemático de los guardas con su rostro castigado por la viruela y color borravino, andar "amochilado" y simpatía para derrochar.
El tranvía murió medio siglo atrás, lo extrañamos y es mentira (por ahora) aquello de que todo resucita o renace de las cenizas -así lo declamaba un borracho amigo- como el Gato Félix.
En definitiva y como el más sentido de los homenajes a su ausencia, me endulza el alma evocar que era el tranvía lo que posibilitaba que mi Viejo, el Coco, me regalara allá lejos, una moneda de cinco centavos cada día.
Y ahora que me acuerdo, la verdad, confieso que no extraño tanto al tranvía ni a la moneda, como extraño al Coco, mi Viejo.
Gonio Ferrari
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