Este viernes se
conmemora el Dia del Periodista, instituido en recordación de
un nuevo aniversario de la aparición de La Gazeta de Buenos
Ayres, inspirada por Mariano Moreno, primera expresión criolla
de acuñar ideas en libertad, con el nacimiento de la Patria.

Un
periodista es el hilo conductor entre el suceso y su estado público.
El
periodista de raza no es fiscal, juez ni verdugo y solo muestra una
realidad, a veces descarnada, que no
puede modificar.
Es asimismo
un inductor de la toma de conciencia y orientador de opiniones; es
quien hurga e indaga; es quien parte de la crítica para ayudar a
construir.
Pero no son
todas delicias las que jalonan la vida del periodista, al menos de
aquellos amantes de la libertad.
Son las
primeras víctimas de los autoritarios, de los dictadores y de
aquellos que los someten a barrotes o a mordazas.
Muchas veces
son destinatarios de presiones de conciencia.
Son tambien
víctimas, en los conflictos armados que los muestran actuando en el
frente, junto al máximo peligro.
Entre
nosotros, la libertad de expresión no es ni ha sido la graciosa
concesión de ningún gobierno, sino el ejercicio de la tarea
periodística al amparo de la Constitución, de las leyes y del
sentido ético.
Los
periodistas de ley no necesitamos que nadie nos indique lo que
debemos decir o nos impongan lo que debemos callar, porque tenemos
pensamiento y criterio propios, siempre que por la pauta publicitaria
o por conservar el puesto no vendamos nuestra honestidad.
Los
periodistas de Córdoba sabemos que mientras impere el respeto a los
preceptos básicos, y el pensar distinto no nos transforme en
enemigos, no habrá sombras que perturben la certeza absoluta de
libertad.
Una libertad
que no necesita padrinos ni leyes que la regulen, la condicionen o la
impongan, porque el único reaseguro de gozarla radica en el simple e
innegociable respeto por la Constitución.
Todo lo
demás es inútil y disociante pirotecnia.
Bien sabemos
los periodistas, que formamos parte de una profesión invadida.
Invadida por
médicos, deportistas, curas, rabinos, vedettes, manosantas,
dietistas, funcionarios, actores, actrices, travestis, pitonisas,
empresarios, modelos, abogados, economistas, corredores de autos,
políticos en decadencia o cocineros.
Son ellos,
los invasores, los que reivindican la vigencia discepoleana de la
biblia junto al calefón.
Porque la
base moral y profesional es el mejor reaseguro para edificar desde
allí la honestidad de informar, de opinar, de criticar o de
aplaudir.
Solamente
quienes la poseen se sienten libres y están en condiciones de
transmitir esa convicción de libertad que se fortalece día a día,
solo en la fragua del trabajo y no en las filas de los partidos
políticos, o en ese nuevo engendro que han dado en llamar periodismo
militante, de donde surge el falso profesionalismo solamente
interesado y fogoneado para imponer autoritariamente su ideología y
el discurso único, por encima del sano equilibrio y del saludable
disenso.
Renueva
entonces su vigencia la cita del genial Goethe, cuando sostuvo que
“Solo es digno
de libertad aquel que sabe conquistarla cada día”.
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