Allá por septiembre del ’55 fue que comenzaba la temporaria decadencia
política -no ideológica- de un hombre militar de raza que tuvo y aplicó una
visión renovadora en el contrato social entre gobierno y pueblo.
Juan Domingo Perón, “El Potro” para sus seguidores devenidos luego en
fanáticos, fue el artífice de la nacionalización de ferrocarriles, teléfonos,
flota fluvial, etc. pero también quien en nombre de una nueva manera de
gobernar ahondó el abismo entre el capital y el trabajo, se peleó con la Iglesia , captó a una
juventud (incluyendo a Nelly Rivas) olvidada por el poder y sucumbió a la
fuerza y al ímpetu arrollador de María Eva Duarte, su segunda esposa, acerca de
quien se me ocurre pensar, respetuosamente, que no comulgaba con la derecha
vernácula importada de Europa.
Tras su exilio, el frustrado regreso poslanussista y su reinstalación en
la Casa Rosada ,
se encontró con un país que ni por lejos era el mismo que había dejado 18 años
atrás; con fracturas en su propio movimiento y una feroz lucha por espacios que
desde la izquierda, buscaron fisurar su base fundacionalmente derechosa que
tuvo su sangrienta exteriorización en Ezeiza.
Ya con terceras nupcias en su espalda y después -para su posterior
arrepentimiento- de haber fogoneado a Montoneros y otras organizaciones de
armas llevar, la ruta se llenó de baches que fue tapando con tierra mientras la
violencia ganaba las calles y los argentinos tuvimos que incorporar secuestros,
bombas, traiciones y asesinatos a nuestra por entonces tranquila habitualidad.
Perón murió físicamente, le ocuparon el sillón a medias entre una
Isabelita políticamente analfabeta y un Lopez Rega ideológicamente desmesurado
y a ese impúdico cóctel tuvimos que beberlo a sorbos todos los argentinos, pese
a su raíz formalmente constitucional.
Fueron ellos -para ayudar ahora la desmemoria de muchos- los auténticos
parteros del terrorismo de Estado; los disparadores de una etapa sangrienta y
penosamente memorable y que sería pernicioso repetir y tampoco olvidar, porque
fue en nombre del peronismo que se perpetraron las malas costumbres de la
muerte, el daño y la rapiña.
Con un solo ejemplo basta: el peronista José Ignacio Rucci fue asesinado
por otros que se decían peronistas.
Más tarde la solución que el pueblo clamaba con desesperación vino de la
mano de aquellos iluminados por la venganza, la angurria de poder, el crimen
organizado y la consagración de su propia impunidad, hasta que el fervor
etílico de un “patriota” acosado por el “scotch” y sus delirios, nos llevó a la
derrota en una guerra tan inútil como inoportuna, porque para sus alocados
mentores era la única llave que les abría la puerta de la continuidad.
No quedaba otra que las urnas o la guerra civil; ganó y asumió Alfonsín,
el brazo sindical del peronismo no lo dejó gobernar, las corporaciones
económicas y la ruleta financiera alimentaron la inflación, desde el mal
peronismo inventaron los saqueos, los nostálgicos de los cuarteles quisieron
volver y el artífice de nuestro regreso a la democracia debió adelantar la
entrega del poder, en tiempos que no era fácil ejercerlo porque los chicos
malos con uniformes todavía tenían armas y toda la logística necesaria para
amargarnos la vida una vez más a diferencia de la actualidad, que Chile nos
puede invadir con los zorros grises de Santiago.
Carlos Saul I de Anillaco en nombre de su renovado y ferviente peronismo
nos vendió el espejismo de una transformación que seguimos pagando en dolorosas
cuotas de pobreza y marginación, permitió que en Miami, Gstaad o en la
Costa Azul compartiéramos hoteles con los
jeques árabes y consolidó el milagro a plazo fijo de hacernos sentir casi ricos
y practicantes del ahorro.
Cuando se derrumbó la perversa estructura que había edificado Cavallo
para el enriquecimiento elitista de muchos empresarios ligados con el poder,
surgió quien con humor era designado “Ese lentísimo prescindente de la Nación ”, socavando su
autoridad a través de situaciones ridículas y el ataque a mansalva de la
oposición de entonces -mayoritariamente peronista- que optaba por la ofensa al
amparo de la irrestricta libertad de expresión, en tiempos que la pauta
publicitaria oficial no se utilizaba, como ahora, para los premios y los
castigos.
De la Rua ,
el helicóptero, 27 muertos y 100 heridos quedaron como apocalíptica imagen de
los desencuentros que se venían y si mal no recuerdo, sus principales protagonistas
y cada cual a su manera, se autotitulaban peronistas y así desfilaron frente a la Biblia figuras como Ramón
Puerta, Adolfo Rodriguez Saa, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde, más para el
libro Guinnes de récords que para la historia nacional.
Y fue precisamente el dueño del conurbano bonaerense, el mismo que forjó
a costa de todo el país su reparación histórica, quien inventó la casta
pingüinera a la que consideraba incontaminada y químicamente pura, de lo que en
poco tiempo no terminaría ni ha terminado aún de arrepentirse.
Con la bandera de los derechos humanos que no era solo del peronismo
(¡vaya ironía!) sino de todos los argentinos que antes la había rescatado
Alfonsín, dejaron atrás los nubarrones de su propia historia de haber
aplaudido, por ejemplo, el decreto de los indultos o de consolidar patrimonios
con maniobras poco claras, para lanzarse a la aventura de gobernar apoyados en
el endeudamiento, la soberbia, la demagogia y el discurso único que transforma
en traidor a la patria a todo aquel que ose pensar distinto.
Y también lo hicieron enarbolando el estandarte de Perón, el Gran Muerto,
aunque nuestra izquierda intelectual y concheta es tan volátil que en su
curiosa amplitud llega a ser una clara expresión de fascismo con el acné de su
risueña adolescencia.
Por eso el aislamiento actual con el peronismo histórico, el de la
justicia social masiva y no selectiva; el de la cultura del trabajo por encima
del subsidio; el de la salud pública para todo el país, sin que su geografía se
acote a las grandes ciudades; el de la economía que iguala hacia arriba y no
presiona hacia abajo; el de la soberanía real alejada de las actitudes
meramente teatrales e inútiles.
Si hasta los símbolos más caros al respeto peronista han ido a parar al
arcón de los recuerdos, la marchita partidaria es historia, los retratos
desaparecieron, los nombres para homenajear hospitales, plazas, calles,
pasajes, estaciones de trenes o justas deportivas ya no se usan o mejor dicho
tienen sus reemplazantes vivos o muertos …
Perón murió y se llevó consigo las banderas, el estilo y una impronta
inimitable, salvo que hubiera sido recreada a través del ejemplo por el que no
muchos se inclinaron, creyéndose dueños de la verdad y de los estandartes
ajenos.
Es patético que la actualidad neoperonista endiose a quien fuera solo su
secretario privado, aplicado, obediente y temporario representante del
general-lider exiliado en Madrid y que accediera al poder no por ningún mérito
reconocido salvo el de abrir las puertas de las cárceles, con votos que le
prestara Perón.
Han pasado 30 años desde
que el peronismo luchaba por el sillón de Rivadavia y ahora debe conformarse,
quemar colorida pirotecnia y salir a festejar un premio consuelo, ayudado como
en el caso de la lectura de los números de esta elección, por su particular y
caprichosa interpretación de las matemáticas.
Es probable que esta síntesis pueda ser calificada como una enfermiza
manifestación de gorilismo, pero debo asegurar que no es tal, sino simplemente
un intento de evocación cercano al memoricidio por aquello tan sabio que
sostiene que “la única verdad es la realidad”.
Lo más veraz de todo, es que Perón ya no está y por tal causa, así está
eso que los nostálgicos pese al viraje ideológico le llaman “peronismo”.
Perón murió.
Y nunca faltan los tocadores de oído, pícaros irrespetuosos, ventajeros,
imberbes y estúpidos que siguen arrastrando cajones.
Gonio
Ferrari
Periodista casi en reposo
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