No tengo autoridad para hablar de caballos ni de toros,
pero el sentido común y mi propia sensibilidad me imponen un sentimiento de cariñosa
compasión por todo ser irracional, vivo e indefenso, que por su condición de
vulnerable frente al hombre, está en una enorme desventaja.
El animal que no razona debe rendirse entonces frente a componentes que
le son ajenos, como por ejemplo la cultura de los pueblos, los intereses que
mueven a la gente y la barbarie, una manera de actuar como parte de la
idiosincracia, que es el temperamento o los hábitos de una persona.
Aprovecharse de la indefensión de una bestia, al amparo de la cultura,
la necesidad funcional o la angurria material, puede ser considerada una de las
más repudiables conductas humanas porque es la carencia de sentimientos; el
naufragio de los límites y la certeza de asumir un peligroso grado de
miserabilidad.
Bien entiendo que una cosa es la folklórica y necesaria doma y otra el
lucrativo espectáculo que supone la jineteada y por eso es que la bravura y el
coraje de la primera ha sido siempre motivo de orgullo en el gauchaje.
Sin embargo, es para considerar degradante, someter a torturas y
castigos innecesarios a los caballos que ayudan al lucimiento de los jinetes,
en ese otro circo que mal le llaman “doma” y no es tal.
Pueden decir en su descargo que ese “amansador” está en desventaja con
relación a la fuerza y los bellaqueos del caballo, pero esa persona tiene la opción
de negarse a montar; a decir que no.
El animal no puede hacerlo.
Decir que los tratan bien todo el año para que los monten menos de dos
horas en todo ese tiempo, es una hipocresía tan grande como defender a los
criadores de toros que los tienen entre algodones, bien alimentados mientras
los preparan para el padecimiento de la programada y “valiente” tortura seguida
de muerte, el lucimiento de un “matador” que tiene un vallado donde busca
protección y una empresa que obtiene elevados réditos con todo eso motivados
según sostienen, en la cultura y las costumbres.
Y el otro componente que iguala conceptualmente a la lidia con la
jineteada es el interés económico; el espectáculo convocante y lucrativo,
aunque entre nosotros se maquille con el destino benéfico de las utilidades.
En ambos casos el hecho de martirizar a las bestias en nombre del
argumento que quieran exhibir, sea probablemente aceptable enmarcarlo en la Ley Sarmiento de protección a
los animales, aunque resulte imposible marginarlo de las prácticas más
deleznables de maltrato ruin, sobre todo porque es posible evitarlas.
Para que ello suceda, habrá que conciliar alguna vez factores tan
disímiles y contrapuestos como la cultura mal entendida, los intereses más
apetecibles y la barbarie mejor disimulada.
No es simple porque esos componentes, aunque nos duela, son parte de la
condición humana.
Los animales, por irracionales e instinto, no son así.
Gonio
Ferrari
Periodista casi en reposo
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