No quiero pecar de emotivo ni de sensiblero, pero
alguien (es tarea de los dirigentes) debiera decirles a los jóvenes de ahora
cuál era el escenario en el que le tocó actuar a Raul Ricardo Alfonsín cuando enjuició a los genocidas, que todavía tenían poder
económico y poderío bélico como para apoyar sus nostalgiosos y autoritarios
caprichos.
Ahora en la lona es fácil mojarles las orejas y abrumarlos con justas y
merecidas perpetuas. Pero no es para alardear de valentía, de coraje cívico ni
de otros maquillajes con los que se cubren las dudas, los renuncios y las
complicidades del pasado.
Un país que clama por paz no puede ser el terreno fértil para los
guerreros de cartón ni los justicieros tardíos. Es necesaria la unión de todos,
como lo alentaba Alfonsín. aunque le quemaran un ataúd con sus banderas, lo
acusaran de claudicar en Semana Santa o de instaurar una economía que los
aprovechados de siempre utilizaron en provecho propio.
¿Para qué abundar en mayores detalles si el mejor testigo es la Historia?
¿Por qué degradar su recuerdo si dejó el poder siendo más pobre que
cuando lo asumió?
¿Por qué ofender la memoria hacia quien nos hiciera vibrar una
argentinidad que creíamos perdida?
Es por eso mi homenaje que de ninguna manera es partidista sino personal
y cariñoso, a un hombre que 30 años atrás nos gobernara sin franelear la Constitución, porque
le bastó solo con el Preámbulo para hacernos rezar la oración cívica más
conmovedora que pueda recordar.
¿La extensa conversación que tuve con él?
No tiene importancia dentro de la universal trascendencia de su figura.
Simplemente y perdón por lo sintético de mi apreciación, fue electrizante.
Como lo es ahora, evocar a ese Gran Muerto 30 años después.
Porque al seguir su vida, su lucha, su compromiso, su decencia, su
modestia y su viaje a la eternidad, alcancé a comprender lo que es la
inmortalidad de los héroes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado