lujoso de la elocuencia, merece un gran castigo”. (Eurípides).
Cuando
fue posible advertir que una Cámara de la Justicia cordobesa había
adquirido la ritual práctica de transformar la prisión preventiva
en costumbre dejando de lado su aplicación excepcional, no dejó de
ser un llamado de atención dirigido a la cordura y al equilibrio,
por el riesgo de caer en penosas equivocaciones, evitables solo con
el respeto por la ley, la Constitución y las recomendaciones de
importantes entidades internacionales defensoras de los derechos
humanos.
Ya
era una sospecha fortalecida en diversos sectores de la sociedad, que
el abuso y la rapiña sobre propiedades ajenas se había viralizado
de tal manera, que era imposible sostenerla sin la complicidad o el
vistagordismo del Registro de la Propiedad que es donde se
desenvuelve el somnoliento papelerío de la burocracia.
Y
allí, salvando las distancias con las detenciones masivas que
supieran practicar poderosos extremismos ideológicos a lo largo de
la historia, fueron encarcelando a unos cuantos empleados (algunos
ordenanzas), un jefe de aquel organismo de control y un abogado, que
nunca fue autoridad aunque se haya buscado destacar una condición
-que no tenía- de secretario del titular del organismo.
El
grueso de los imputados eran escribanos, tramitadores y compradores
que alegaron buena fe, dado que los informes emanados del Registro de
la Propiedad no indicaban anomalías.
Todos
ellos, en una práctica descarnada, fueron sometidos a una especie de
anticipada condena y elemento de coacción que intentaba inducir la
autoincriminación con apresuradas prisiones preventivas.
La
febril imaginación acusadora mostró pruebas inconsistentes e
infantiles; magnificó relaciones casuales y funcionales que pasaron
a ser determinantes, presionó con la tortura del confinamiento, las
rejas, el quebranto económico y la disociación familiar para dar
sustentabilidad al capricho emergente de la politizada obediencia
debida.
Hubo
condenas, exagerados montos de caución que los erigían en
imposibles de aportar, oídos sordos a instancias y consejos de
entidades calificadas y toda una gama de descréditos e injurias
hacia quienes permanecían en el purgatorio de Bouwer esperando nada
más que justicia, pero que llegara con los ojos vendados y sin
dependencia.
En
este sano afán periodístico de no ser defensor, fiscal, juez ni
verdugo, se llegó -como a veces lo confiesan quienes juzgan- a la
íntima convicción profesional del error no por torpeza sino por la
participación de componentes extraños a la justicia que podían
llegar a ubicar la marcha de la causa en el cenagoso terreno de la
duda.
Con
curiosas idas y venidas, omisiones, actitudes inéditas y burdas
descalificaciones, esta cuestión arribó al punto cúlmine del
pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que
resolvió el planteo incoado por una de las víctimas de la prisión
preventiva: debían devolverles la libertad mientras las sentencias
no estuvieran firmes o fueran partícipes de la causa aún en
trámite.
La
pomposa “comisión especial” creada para aplicar la ley debió
rendirse ante la resolución del superior, desactivar los candados y
devolver al seno de la sociedad a todos aquellos que habían sido
encarcelados por las dudas o por una endeblez probatoria de
alarmantes características, como por ejemplo figurar en la agenda de
alguno de los acusados o haber intercambiado escasas llamadas
telefónicas administrativamente necesarias, en uno o dos años.
No
es la cuestión defender, acusar, juzgar o condenar desde afuera.
La
Cámara juzgadora, sin la presencia de ninguno de los fiscales
intervinientes anunció ayer las sanciones y un par de absoluciones.
Los
castigados convencidos de su propia honradez seguramente apelarán
las sentencias y seguirán batallando en esta causa por tiempos
impredecibles.
Es
indiscutible que los declarados culpables por consistencia probatoria
con ajuste a la ley merecen la prisión y deben responder
pecuniariamente por el daño causado.
El
drama está en los exculpados, inocentes por unanimidad, que debieron
soportar años de encierro, la pérdida de su trabajo, su anulación
profesional, el escarnio social, el desmembramiento familiar, el
lucro cesante, el emergente quebranto económico, los elevados gastos
en defensores y otras inmerecidas penurias.
¿Será
que existen otros casos como los absueltos?
La
libertad es un cristal de solemne y sacra fragilidad.
La
justicia lo quebró y le será imposible remendarlo.
Nadie
bebe el néctar de su triunfo sobre la oscuridad, en una copa rota.
Truman
Capote fue contundente al afirmar que “Es imposible que un hombre
que goza de su libertad, se haga cargo de lo que significa estar
privado de ella”.
Ni
todo el oro del mundo vuelve las agujas de los relojes, cura las
injurias ni borra la ominosa imagen de las rejas impuestas por la
injusticia, el empecinamiento o el verticalismo funcional.
El
alma humillada no sabe de cicatrices.
Es
la calidad y la calidez del cristal invicto que fuera, lo que ahora y
por siempre serán añicos de escarnio y menosprecio.
San
Agustín fue menos contemplativo y poético que Capote, al proclamar
que “Sin la justicia, ¿qué son los reinos sino una partida de
salteadores?”.
La
verdad, no merecemos ser resignados súbditos de ese reino.
Gonio
Ferrari
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