16 de abril de 2015
TRABAJO INFANTOJUVENIL, TRABAJO EN NEGRO, QUÉ ES LO ACEPTABLE Y LOS HIPÓCRITAS QUE NUNCA FALTAN
No es mi pretensión ser tomado como ejemplo, pero mi actividad laboral por necesidad e imperio de circunstancias se inició informalmente antes de los 14 años vendiendo baratijas timbre a timbre por mi querido Barrio Firpo, u ofreciendo funciones de títeres elaborados artesanalmente y proyectando películas hechas a mano en papel manteca con tinta china con la histórica y manual maquinita Cine Graf.
Lo que ahora se llama “la cultura del trabajo” me sorprendió de niño, aunque no me impidió ser niño, pelotear, colgarme y descolgarme del tranvía en marcha, fabricar cohetes, jugar al carnaval, chinitear “de ojito” e ir a la escuela y fue por trabajar desde tan temprano que no pude terminar el secundario.
Con 15 años flamantes ya era empleado con relación de dependencia y aportes a la Caja de Jubilaciones, aunque por entonces se decía que no se computaban hasta la mayoría de edad pero esa es otra historia, porque con 19 años y 21 días de vida comencé a escribir formal y profesionalmente comentando rugby en La Voz del Interior.
Pese a que en paralelo tenía otra ocupación en regla, aunque no asistía a clases era un lector empedernido que gastaba su pésima vista en leer “Historia universal de la infamia” y otras creaciones de Borges, ensayos de Descartes, la maravillosa descriptiva de Salgari, sociología de avanzada, poesías de Amado Nervo y cuentos policiales de autores varios mientras inútilmente me empeñaba en la práctica de idiomas.
Si los adolescentes o jóvenes -como se les quiera llamar- pueden ser habilitados para votar, es que su evolución y la edad también los considera capacitados para trabajar sin ser explotados ni dejar los estudios, más aún con los formidables avances que en educación y formación muestra la tecnología.
Y es una enorme e insanable hipocresía vociferar en contra del temprano inicio laboral, cuando en realidad esa actitud muchas veces encubre seguir teniéndolos en negro, lejos de la necesaria rectitud para no perder ciertos beneficios que generosamente otorga el Estado.
Por eso y viendo que el panorama nacional enerva su reprobación cuando a alguien se le ocurre recomendar que los adolescentes pueden trabajar, me viene a la memoria uno de los ejemplos más cálidos que tuviera la satisfacción de gozar: el tipo tenía 13 años y vio que de un viaje por el exterior había traído una cámara de video para mis tareas y le adelanté que buscaría un camarógrafo para que la operara.
Medio que se enojó y me dijo que él aprendería; que se haría cargo del equipo y que eso no le impediría seguir estudiando. Así lo hizo. Cumplió como un duque. Terminó el secundario, ingresó a la Escuela de Periodismo y egresó Licenciado en Ciencias de la Información aprobando la tesis con un 10, todo eso sin dejar de cargar la cámara en sus hombros ni dejar de divertirse.
Durante más de tres décadas fue mi compañero de alegrías y desvelos hasta que el destino dejó abiertos dos caminos, uno para cada uno que ahora transitamos: yo por el mío, y él por el suyo, ambos en lo mismo con esfuerzo, sacrificio, honestidad y compromiso.
Al haber sido y seguir siendo un adicto al trabajo, a lo mejor sin darme cuenta dejé la heredad positiva que sin robarle la niñez -porque tampoco dejó de gozarla a veces salvajemente- le inculqué esa dignificante cultura del esfuerzo, la dedicación y la responsabilidad, valores que lo formaron y lo sostienen.
Soy feliz.
Inmensamente feliz y orgulloso por haber obrado así con Luciano, mi hijo.
Gonio Ferrari
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