EL PERDÓN DIVINO NO DEJA DE
SER ABSURDO ENCUBRIMIENTO
No es bueno que muchos curas violadores se
beneficien con la sacra impunidad en lugar de
rendir cuentas ante la Justicia de los hombres
Así como la recóndita
intimidad de los templos esconde el enorme peso que siempre ha lucido la
Iglesia Católica a lo largo de la historia condicionando al poder político e
imponiendo presiones ideológicas, religiosas y económicas, también el arcano
oculta miserias humanas sacralizadas de indemnidad, al resguardo de la Justicia
terrena, esa de los hombres que juzgan y condenan con garantías -o no en el
caso de las dictaduras- del derecho a la defensa.
En los estrados
judiciales no basta con pedir perdón o arrepentirse sincera o hipócritamente:
los códigos de las comunidades organizadas se aplican acordes con probanzas y
otras exigencias determinadas en los encuadramientos legales y las sanciones se
resuelven en función de un proceso donde el fiscal acusador en nombre de la
sociedad, reclama el condigno castigo o considera que cabe la absolución.
Allí no existe el perdón divino que en muchos
casos suele ser un delicado o burdo disfraz con el que se viste la impunidad.
Se sabe que el Vaticano conocía de los abusos sexuales
en Pensilvania que trascendieron en estos últimos días, al menos desde un
lejano 1963 y que no hace mucho tiempo y desde la vieja Europa, el Arzobispo de
Dublín le expresó al Papa que no basta con pedir perdón por los abusos, pese a
que 3.420 sacerdotes terminaron condenados por la autoría de hechos aberrantes
contra menores entre el 2004 y el 2015, con el detalle que 848
curas resultaron
apartados del servicio sacerdotal que es
la “pena” más dura que contempla el derecho canónico, en tanto los 2.572
restantes recibieron otro tipo de sanciones, lo que equivale a evaluar que en
dicho período fue sentenciado por pederastia en procesos eclesiásticos un
alucinante promedio de casi un sacerdote por día.
Vigente aún el indignante recuerdo del cura Grassi,
sumemos el caso de la Arquidiócesis de Paraná: allí tres sacerdotes comparecieron
ante la Justicia y un tribunal ordenó encarcelar
durante 25 años a Justo José Ilarraz, al conceptuarlo autor del abuso de siete
seminaristas menores de edad
que estaban a su cuidado.
Un tribunal
diocesano, allá por 1995 consideró culpable al cura Ilarraz y entonces la
condena de sus pares había consistido en su traslado a otra ciudad, aunque poco
después recibió como “castigo terrenal” un viaje de estudios al Vaticano, donde
vaya ridícula paradoja se licenció en Misionología con una tesis que versó acerca
de la labor de los niños en las misiones evangélicas. Y a su regreso fue derivado
a Tucumán hasta que en 2012 las víctimas decidieron ventilar sus penurias y lo
llevaron ante la justicia penal, por iniciativa de José Francisco Dumoulín,
exsacerdote quien dejó los hábitos y luego promovió las causas judiciales por
pedofilia en Paraná.
Uno de los abusados agotó vanamente diversos
recursos incluyendo la intervención del Nuncio de aquellos tiempos para llegar
al Sumo Pontífice procurando que interviniera al Arzobispado de la capital
entrerriana, sin obtener respuesta.
No es
cuestión de planteos religiosos, científicos ni jurídicos en la consideración
de un tema tan sensible que tiene costados y aristas delicadas y complejas,
porque sería entrar en tecnicismos dilatorios que aportarían más confusión que
claridad.
Pero un
enfoque se impone desde la perspectiva de la realidad y es el de replantear la vigente
obligación de castidad absoluta y su práctica virtualmente inalcanzable, lo que
llevaría a inéditas modificaciones de tamaña rigidez que lejos está de una
simple evaluación mediática: los claustros y la abstinencia son incompatibles
con la natural condición humana porque debe ser difícil la indiferencia frente
a las terrenas y corporales inclinaciones y apetitos.
¿Es que casi todo se resuelve en el sacro nombre del Señor?
Transformar a la deidad en
cómplice y encubridora, debe ser el mayor e imperdonable pecado que se puede
llegar a cometer.
Gonio Ferrari
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