11 de septiembre de 2019

Día del Maestro

EN EL AULA FUE QUE  ME GUIARON HACIA LAS
SENDAS DE LA DECENCIA, LA HONESTIDAD, EL
RESPETO Y EL COMPROMISO CON EL PRÓJIMO


Como si hoy me hicieran pasar al frente, borrar el
pizarrón en puntas de pie y aspirar eso que tanto
extraño, la bocanada de  esa mágica nube de tiza

   Suele ocurrirme a menudo que dominado por las nostalgias activo la memoria y esa inestable neurona me transporta sin escalas hacia la escuela primaria, y es que me invaden por igual desconcierto y pena porque me encuentro con que una de las que fui alumno ahora es un shopping y la otra, el Pio décimo de los salesianos, se me traspapeló en la bruma de los almanaques.
   Soy de aquellos lejanos tiempos en que ella -ahora “la seño”- hasta primero superior, era nuestra segunda mamá; de tercero a quinto grado, la admiraba sin medida al descubrirla como la persona que más sabía de la vida y sobre todo la que no perdonaba los horrores de ortografía, mi desequilibrio matemático o los papelones que solíamos perpetrar cuando queríamos dominar los intrincados tiempos de los verbos.
   Ya en sexto, dejaba de ser la segunda mamá, y era la peor de nuestras censoras, la que con férrea suavidad nos convencía que el Everest era más alto que el Cerro de las Rosas, y que San Martín había cruzado los Andes.
   Así es como no olvido mis primeros viajes imaginarios a los más recónditos rincones del planeta, la importancia del Pi 3,1416 o aquella fantasía de las frases que según la edulcorada historia que bebíamos a sorbos como si lo viéramos en el cine, habían pronunciado nuestros próceres al morir, con una duda que sinceramente me atormentaba y vale citarla porque no resultaba creíble aquello de “muero contento …” dicho por un soldado atravesado con diez bayonetazos y cosido a tiros.
   Y quiero ser puntualmente respetuoso de ciertos detalles “extra curriculares” porque tampoco olvido las torneadas piernas de Marta Ceballos, la dulzura y los ojazos de Perla Grimaut de Milich que nos dejó hace pocos años, luciendo la mirada tierna a sus 90 y pico de años. También a la hora de hilvanar impactos me resulta inolvidable el llamativo fervor etílico que lucían un par de maestros que tenía en los salesianos.
   Son muchos los íconos docentes que me visitan en los sueños, tanto como el día de la entrega del boletín de calificaciones, que al fijarme en el cuadrito de “conducta” solían adquirir el estatus de pesadilla y certeza de chancleta y de otras penitencias hogareñas como cuando te secuestraban el barrilete, te escondían chinches y bolitas o el trompo y las figuritas quedaban para cuando mejorara el desempeño escolar.
    Ahora más allá del obvio ejemplo del gran sanjuanino, valoro el sacrificio y el compromiso de la vocación por enseñar, al menos en aquellos tiempos que la maestra era modelo a seguir más que compinche para sus alumnos.
   Y ya casi dejando la primaria nuestra maestra sin nombre, frente a nuestra explosión hormonal, se transformaba mágicamente en un seductor y precoz objeto de deseo.
   Que educaba, se llevaba tareas a su casa, nos instruía para el aula y para la vida, a diferencia de la actualidad que por imposición de circunstancias se ven obligadas a ser cocineras, confidentes, enfermeras, asesoras de sexo y administradoras.  
   Por eso mi homenaje, no tan solo a quienes con su sentido de la generosa entrega tuvieron la complicada tarea de intentar desburrarme sino a todas, que me marcaron sendas de decencia, de honestidad, de respeto y de compromiso con el prójimo.
   Aquellas maestras, mis maestras de eternidad, siguen siendo iguales a las maestras de hoy, con los cambios lógicos que sobrevinieron con la llegada del progreso.
   Si el niño por aquellos tiempos tenía malas notas, el culpable era el niño, como nunca debió ser de otra manera. Ahora si el alumno repite grado, es como si la culpa pasara a ser de la maestra, muchas veces obligada a soportar agresiones del grupo familiar, de los vecinos y allegados de algún descarriado.
   Y si hablamos de vocación, cada maestra sabe cuál es la cuota de sabiduría y el generoso caudal de amor que ha puesto al servicio de sus alumnos.
   Parece una tontera que después de tantos años, sienta de ellas una maravillosa sensación de presencia; de entrar al aula, de pasar al frente, de borrar el pizarrón en puntas de pié y aspirar lo que tanto se extraña, la bocanada de esa etérea nube de tiza.
   Mi admiración, mi respeto y mi infinito cariño por ellas.
   Por las de ahora y por las otras, las que quedaron allá lejos en la maraña de los tiempos pero muy dentro de mí, atesoradas en el rincón de niño que tienen todas las almas.
   Ese niño que para las maestras eternas está presente allí, donde se archivan los mágicos momentos de la escuela.

Gonio Ferrari

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