EN EL AULA FUE QUE ME GUIARON HACIA LAS
SENDAS DE LA DECENCIA, LA HONESTIDAD, EL
RESPETO Y EL COMPROMISO CON EL PRÓJIMO
Como si hoy me
hicieran pasar al frente, borrar el
pizarrón en puntas de
pie y aspirar eso que tanto
extraño, la bocanada
de esa mágica nube de tiza
Suele
ocurrirme a menudo que dominado por las nostalgias activo la memoria y esa
inestable neurona me transporta sin escalas hacia la escuela primaria, y es que
me invaden por igual desconcierto y pena porque me encuentro con que una de las
que fui alumno ahora es un shopping y la otra, el Pio décimo de los salesianos,
se me traspapeló en la bruma de los almanaques.
Soy de aquellos
lejanos tiempos en que ella -ahora “la seño”- hasta primero superior, era nuestra
segunda mamá; de tercero a quinto grado, la admiraba sin medida al descubrirla
como la persona que más sabía de la vida y sobre todo la que no perdonaba los
horrores de ortografía, mi desequilibrio matemático o los papelones que
solíamos perpetrar cuando queríamos dominar los intrincados tiempos de los
verbos.
Ya en sexto,
dejaba de ser la segunda mamá, y era la peor de nuestras censoras, la que con
férrea suavidad nos convencía que el Everest era más alto que el Cerro de las
Rosas, y que San Martín había cruzado los Andes.
Así es como
no olvido mis primeros viajes imaginarios a los más recónditos rincones del
planeta, la importancia del Pi 3,1416 o aquella fantasía de las frases que
según la edulcorada historia que bebíamos a sorbos como si lo viéramos en el
cine, habían pronunciado nuestros próceres al morir, con una duda que
sinceramente me atormentaba y vale citarla porque no resultaba creíble aquello
de
“muero contento …” dicho por un soldado atravesado con diez bayonetazos y
cosido a tiros.
Y quiero ser
puntualmente respetuoso de ciertos detalles “extra curriculares” porque tampoco
olvido las torneadas piernas de Marta Ceballos, la dulzura y los ojazos de
Perla Grimaut de Milich que nos dejó hace pocos años, luciendo la mirada tierna
a sus 90 y pico de años. También a la hora de hilvanar impactos me resulta
inolvidable el llamativo fervor etílico que lucían un par de maestros que tenía
en los salesianos.
Son muchos
los íconos docentes que me visitan en los sueños, tanto como el día de la
entrega del boletín de calificaciones, que al fijarme en el cuadrito de
“conducta” solían adquirir el estatus de pesadilla y certeza de chancleta y de
otras penitencias hogareñas como cuando te secuestraban el barrilete, te
escondían chinches y bolitas o el trompo y las figuritas quedaban para cuando
mejorara el desempeño escolar.
Ahora más
allá del obvio ejemplo del gran sanjuanino, valoro el sacrificio y el
compromiso de la vocación por enseñar, al menos en aquellos tiempos que la
maestra era modelo a seguir más que compinche para sus alumnos.
Y ya casi
dejando la primaria nuestra maestra sin nombre, frente a nuestra explosión
hormonal, se transformaba mágicamente en un seductor y precoz objeto de deseo.
Que educaba,
se llevaba tareas a su casa, nos instruía para el aula y para la vida, a
diferencia de la actualidad que por imposición de circunstancias se ven
obligadas a ser cocineras, confidentes, enfermeras, asesoras de sexo y
administradoras.
Por eso mi
homenaje, no tan solo a quienes con su sentido de la generosa entrega tuvieron
la complicada tarea de intentar desburrarme sino a todas, que me marcaron
sendas de decencia, de honestidad, de respeto y de compromiso con el prójimo.
Aquellas
maestras, mis maestras de eternidad, siguen siendo iguales a las maestras de
hoy, con los cambios lógicos que sobrevinieron con la llegada del progreso.
Si el niño por aquellos tiempos tenía malas
notas, el culpable era el niño, como nunca debió ser de otra manera. Ahora si
el alumno repite grado, es como si la culpa pasara a ser de la maestra, muchas
veces obligada a soportar agresiones del grupo familiar, de los vecinos y
allegados de algún descarriado.
Y si hablamos de vocación, cada maestra sabe cuál es la
cuota de sabiduría y el generoso caudal de amor que ha puesto al servicio de
sus alumnos.
Parece
una tontera que después de tantos años, sienta de ellas una maravillosa
sensación de presencia; de entrar al aula, de pasar al frente, de borrar el
pizarrón en puntas de pié y aspirar lo que tanto se extraña, la bocanada de esa
etérea nube de tiza.
Mi
admiración, mi respeto y mi infinito cariño por ellas.
Por las de
ahora y por las otras, las que quedaron allá lejos en la maraña de los tiempos
pero muy dentro de mí, atesoradas en el rincón de niño que tienen todas las
almas.
Ese niño que
para las maestras eternas está presente allí, donde se archivan los mágicos
momentos de la escuela.
Gonio
Ferrari
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado