13 de agosto de 2020

Por la vida y para la Justicia


QUE  EL  ESTRÉPITO DE  UNA MARCHA SILENCIOSA
DESPIERTE A LA SEÑORA DE LOS OJOS VENDADOS
   El artero cachetazo de una sinrazón vestida de azul y legalidad ha vuelto a castigar a los cordobeses, a injuriarnos con desprecio; a ofendernos como sociedad enarbolando su falsa bandera de autoritarismo por una parte y de malicia sin límites a la hora de protegernos como sociedad y amparar a nuestros hijos.
   Y en nombre de una ley que muchos de sus integrantes se cansan de atropellar, herir y ultrajar salen a las calles que la propia ineptitud transformó en invivibles, para soltar los monstruos de su prepotencia amparada por la indignidad de lucir uniformes que no merecen vestir y matar a mansalva para después cubrir sus desatinos con acciones contra indefensas víctimas que ni las bestias serían capaces de perpetrar.
   Nada queda por hacer de la vida joven de Valentino Blas truncada por esas balas habituadas a la impunidad, más que rogar por la resignación de su familia; de sus afectos, de los amigos, de quienes coincidían en considerarlo una buena persona cargada de expectativas y plena de horizontes.
   Frente a un poder ciclotímico remiso a la práctica de cirugía mayor en una fuerza de concepto en caída libre, es difícil hacerse escuchar ni siquiera frente a tantos casos de justicia “pos mortem” cada vez que fue necesario que alguien muriera para que desde el gobierno del “cordobesismo” se reiterara su costumbre del remiendo, en lugar de la limpieza profunda, por darle mayor importancia al imperio de compromisos políticos y pagos de militancia.
   Esta tarde y pese a lo penoso del motivo, es para que la muchedumbre decente, con sus mudas pancartas de silencio y de congoja, le hagan entender a la Justicia que alguna vez se tienen que terminar las puertas giratorias y que el respeto por la vida y los bienes impone amparar más a las víctimas que a los delincuentes, así estén disfrazados de servidores de la ley.
   Y que el mutismo de los precomicialmente vocingleros -maldito hermano de la indiferencia- se agrava por  la ausencia de los gobernantes en momentos en que su comunidad, el buen sentido y el respeto necesitan que den la cara también en circunstancias aciagas.
   Es lo menos que merece el destino aferrado a la memoria de ese muchacho casi niño que tuvo la desgracia de morir a manos de quienes debieran haberlo protegido.
   Y para ellos, los desalmados criminales, por si intentaran recorrer el habitual y previsible camino de la hipocresía, que les cabe la sentencia de Voltaire cuando sostuvo que “Los hombres jamás sienten remordimiento de aquello que tienen costumbre de hacer”.
G.F.

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