26 de noviembre de 2020

Diegol (1960-2020)

“LA VIDA ES CORTA. VIVIENDO TODO
FALTA  Y  MURIENDO TODO  SOBRA”

 
   Una genialidad de Ruben Darío, aplicable a la casi turbulenta vida de un ícono universal como lo fue -y no ha dejado ni dejará de serlo- Diego Armando “Pelusa” Maradona.
   Atrás quedaron todas las alegrías que nos brindara, el gol antológico a los ingleses e incluso la sorpresa del otro gol, el de la pícara y argentina mano de Dios.  
   Quedaron por un tiempo adormecidos sus problemas con la droga, la idolatría napolitana, la impresentable corte de adulones que lo acompañaba a sol y a sombra, su casamiento de película y sus “divorcios” de folletín, el cariño por sus nenas, su devoción por el Papá y por doña Tota, su separación de Coppola, los cuestionables “piquitos” con los que escandalizó a más de uno, en fin, toda una
serie de hechos, trascendentes o no, que jalonaron la vida pública de Diego Armando Maradona.
   Es cierto que para la inmensa mayoría fue el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos.
   Es cierto que no siempre cayeron simpáticas, "urbi et orbe" sus amistades políticas como Fidel Castro, Hugo Chávez, el presidente iraní, o sus incursiones en el análisis político del país, o de la política económica de Italia, o de España, o de cualquier parte del mundo.
   La palabra de Diego Maradona llegó a ser una especie de compendio bíblico, indiscutible para sus seguidores, hasta el punto que no faltó el delirante que creara la iglesia maradoniana, que pese a todo tiene su catedral, su altar y sus acólitos.
   Es necesario reconocer, con hidalguía, que seguirán siendo inolvidables los momentos futbolísticos que nos brindó. Que nadie tendrá la magia de su habilidad, ni ese eterno romance con la pelota, ese cuero inflado “que no se mancha” pero que alguna vez ensució con su adicción.
   Nadie será, jugando al fútbol, mejor que él.  
   No puedo hablar sòlo lindezas de quien supo hacernos llorar de emoción por su virtuosismo deportivo, y al poco tiempo mostrarnos el rostro desencajado de una drogadependencia que pudo haber evitado o con el tiempo superado, lo que es parte de las dudas nacionales.
   Quiero evitar las palabras que ya se dijeron y como en el caso de los muertos queridos, prefiero llevarme cuando me toque ser pasajero del último viaje y
atesorados en el recuerdo, los irrepetibles momentos que me hiciera vivir como a muchos otros miles de argentinos.
   Maradona, alguna vez y creo que durante el reinado de Carlos Saúl I de Anillaco, fue el símbolo en un programa estatal de lucha contra la droga y hasta el presente jamás se llegó a comprender cómo lo ponían a él, un lobo en el corral de los corderos.
   Un tipo que embaraza y se olvida o que es padre y lo niega, no se hace acreedor a esa tácita y humana distinción que suele ser el respeto.
   Maradona, el de la gambeta mágica en una baldosa y los esquives prodigiosos, dejó al mundo boquiabierto con la pelota “atada” a sus pies haciendo honor a la acertada comparación con un barrilete cósmico que le tatuara un relator radial tras el histórico gol (legal) a los británicos.
   Era Maradona un jugador iluminado, único, magistral, irrepetible, venerado, adulado por presidentes y reyes, aunque en su incursión como técnico no logró superar la mediocridad. Fue al principio el prototipo del humilde villero de Villa
Fiorito que conquista a la alta burguesía, a los encumbrados políticos y a los más conspicuos exponentes del universal y privilegiado mundo financiero. Su íntima conducta y entre ellas por su condición de “padre serial” fue imperdonable, porque no existió la redención, reemplazada por una aversión a quienes osaron criticarlo.
   Ni es cuestión de negarle a nadie su libertad de expresarse. Pero si, es de buen ciudadano no caer en ofensas que inexorablemente se vuelven en contra de quien las perpetra salvo que, como en este caso a Dieguito le hicieron creer que era Dios, merecedor de la más absoluta y loca impunidad.
   Sufrió, se retiró, volvió, le esquivó varias veces a la parca, superó al Ave Fénix y empecinado como siempre lo fue no bajó los brazos, aunque aquietara sus piernas cargadas de magia y de sorpresas. 
   El eminente ruso Sacha Guitry estuvo genial cuando comentó que la diferencia entre un hombre inteligente y un tonto, radica en que aquél se repone fácilmente de sus fracasos, mientras el tonto nunca consigue reponerse de sus éxitos.
   Lo bien que le hubiera hecho al sacralizado ídolo de multitudes Diego Armando “Pelusa” Maradona entre los que deportivamente me contaba, mimado por la fama y el dinero que nunca le alcanzó, tener la humildad de leer a Guitry.
   Nadie puede negar que Diego era una leyenda viva.
   Ni que las leyendas superan a los tiempos.
Gonio Ferrari

 

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