EN AQUELLAS URNAS DE UN LEJANO
1983, QUEDÓ SEPULTADA LA MUERTE
Al auscultar en los
meandros de la memoria se entremezclan en una vorágine alocada demasiadas
vivencias y evocaciones que configuran una especie de caos mental, pero que
resulta útil a la hora de entrelazar acontecimientos que son la base de la
historia. Los días oscuros de la dictadura, las noches sonoras de bombas, las
sombras sigilosas de quienes buscaban esconderse y de los otros, los que salían
de cacería con su uniforme de impunidad.
Las acciones y las omisiones de
los que tiempo atrás sacaron de su silencio a los cuarteles para empujar a sus
habitantes a la instauración de un abismo al que muchos sin juicio ni defensa
fueron condenados, fue la rémora histórica que luego con los años se pretendió
negar con intenciones de volver como si no hubieran sido culpables de nada.
Habían enterrado su paternidad en el terrorismo de Estado, nacido del infame maridaje político entre una bataclana y un brujo.
Era aquella estructura de un populismo que nos enterró en la mediocridad, la que se instaló al servicio de un proyecto caduco que se opuso al desteñido poder militar que frente a la derrota en una guerra, con soberbia pretendió utilizarla como garantía para la eternidad en el poder.
La sangre por Malvinas es aún tan dolorosa como la derramada en una y otra vereda durante los años negros del desgobierno militar, lo que no significa reivindicar aquello de los dos demonios sino de respetar integralmente la historia y sin dejar interesadas fisuras.
Ciertos grises personajes de nuestra historia reciente después apelaron a la desmemoria, quemaron un ataúd y allí cremaron su propio futuro inmediato, frente a un oponente austero aunque cerebral que sin apelar a la demagogia ni al recurso de las promesas incumplibles, le bastó con recitar el preámbulo de nuestra Constitución para rezar una oración cívica inolvidable.
Ya a mediados del ’83 existía enmarcada en las tinieblas del miedo que nos supieron imponer, una tendencia hacia el fortalecimiento de un alfonsinismo casi subterráneo y vergonzante que crecía en forma paralela al misterio que inspiraba.
Las urnas de 1983 fueron el pudridero sepulcro para la muerte.
Recuperada que fue la Democracia ni uno -la casta militar- ni el perdedor a través del voto, se resignaron al saludable regreso a un sistema que aún perfectible es el mejor. La historia refiere cuán dolorosa ha sido para cualquiera en tiempos idos, la pérdida del poder pero por encima de tal valor intrínseco, está el otro, el de perder los instrumentos que entre otras cosas llevan al enriquecimiento con mínimo esfuerzo.
Han pasado 38 años desde aquella señera fecha en que Raúl Ricardo Alfonsín abrazara con su victoria al menos el compromiso de cumplir con aquellos sencillos postulados de nuestro preámbulo constitucional.
La República se sostuvo y funcionaron sus instituciones.
La unión nacional dejó de ser una utopía, aunque aún se deben superar abismos ideológicos que la condicionan y postergan; el afianzamiento de la Justicia no es una quimera y la alcanzaremos cuando el poder le permita caminar sin sus endebles y malditas muletas de la dependencia; la paz interior se fortalecerá cuando nos hermanemos como ciudadanos aunque adversarios pero no enemigos; la defensa común será una lógica consecuencia de esa paz; el bienestar general llegará el día que consolidemos al respeto como valor innegociable y al arribar a esos objetivos tendremos asegurados los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar nuestro suelo.
Seamos entonces patrióticamente agradecidos.
El escritor y periodista español Carlos
Alberto Montaner fue categórico: “La Democracia es un método para tomar
decisiones colectivas que afectan, fundamentalmente, la vida pública. Pero
cuando el Estado fracasa reiteradamente, las sociedades comienzan a pedir un
cirujano de hierro que suture la herida. Es bueno no olvidar nunca esta amarga
advertencia dictada por la experiencia. Los Estados pocos serios primero
pierden el crédito, luego pueden perder la libertad”.
Apropiarse de su paternidad, sectorizar ideológicamente su contenido y recuperación y caer al absurdo egoísmo de un cerrado festejo, poco hace para consolidarla en su práctica y beneficios.
Cuidemos y respetemos a la Democracia que es garantía de libertad porque al adulterar su espíritu y bastardear su trascendencia, ni siquiera el preámbulo de nuestra sabia Constitución sería una ferviente oración cívica.
1983, QUEDÓ SEPULTADA LA MUERTE
Habían enterrado su paternidad en el terrorismo de Estado, nacido del infame maridaje político entre una bataclana y un brujo.
Era aquella estructura de un populismo que nos enterró en la mediocridad, la que se instaló al servicio de un proyecto caduco que se opuso al desteñido poder militar que frente a la derrota en una guerra, con soberbia pretendió utilizarla como garantía para la eternidad en el poder.
La sangre por Malvinas es aún tan dolorosa como la derramada en una y otra vereda durante los años negros del desgobierno militar, lo que no significa reivindicar aquello de los dos demonios sino de respetar integralmente la historia y sin dejar interesadas fisuras.
Ciertos grises personajes de nuestra historia reciente después apelaron a la desmemoria, quemaron un ataúd y allí cremaron su propio futuro inmediato, frente a un oponente austero aunque cerebral que sin apelar a la demagogia ni al recurso de las promesas incumplibles, le bastó con recitar el preámbulo de nuestra Constitución para rezar una oración cívica inolvidable.
Ya a mediados del ’83 existía enmarcada en las tinieblas del miedo que nos supieron imponer, una tendencia hacia el fortalecimiento de un alfonsinismo casi subterráneo y vergonzante que crecía en forma paralela al misterio que inspiraba.
Las urnas de 1983 fueron el pudridero sepulcro para la muerte.
Recuperada que fue la Democracia ni uno -la casta militar- ni el perdedor a través del voto, se resignaron al saludable regreso a un sistema que aún perfectible es el mejor. La historia refiere cuán dolorosa ha sido para cualquiera en tiempos idos, la pérdida del poder pero por encima de tal valor intrínseco, está el otro, el de perder los instrumentos que entre otras cosas llevan al enriquecimiento con mínimo esfuerzo.
Han pasado 38 años desde aquella señera fecha en que Raúl Ricardo Alfonsín abrazara con su victoria al menos el compromiso de cumplir con aquellos sencillos postulados de nuestro preámbulo constitucional.
La República se sostuvo y funcionaron sus instituciones.
La unión nacional dejó de ser una utopía, aunque aún se deben superar abismos ideológicos que la condicionan y postergan; el afianzamiento de la Justicia no es una quimera y la alcanzaremos cuando el poder le permita caminar sin sus endebles y malditas muletas de la dependencia; la paz interior se fortalecerá cuando nos hermanemos como ciudadanos aunque adversarios pero no enemigos; la defensa común será una lógica consecuencia de esa paz; el bienestar general llegará el día que consolidemos al respeto como valor innegociable y al arribar a esos objetivos tendremos asegurados los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar nuestro suelo.
Seamos entonces patrióticamente agradecidos.
Apropiarse de su paternidad, sectorizar ideológicamente su contenido y recuperación y caer al absurdo egoísmo de un cerrado festejo, poco hace para consolidarla en su práctica y beneficios.
Cuidemos y respetemos a la Democracia que es garantía de libertad porque al adulterar su espíritu y bastardear su trascendencia, ni siquiera el preámbulo de nuestra sabia Constitución sería una ferviente oración cívica.
Gonio Ferrari
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