EL GATO TIENE LA
ENVIDIABLE AUDACIA
DE ADENTRARSE EN LO DESCONOCIDO
Bien
sabemos por experiencias propias y por referencias ajenas que la curiosidad
suele ser el peor enemigo de la integridad del gato, ese inquieto personaje que
te maneja la casa, una familia y tiraniza a cualquier hogar con su definida
personalidad y su olímpica falta de hipocresía, porque al perro uno lo reta, le
pega un plumerazo en el lomo y al rato lo llama y el tipo viene moviendo la
cola en muestra de complaciente resignación.
Pero el gato es distinto porque si rompe un florero de la casa, hace hilachas una cortina y uno lo reta o lo pone en penitencia, es el gato quien reacciona poniendo en penitencia a su amo tratándolo con indiferencia, ignorándolo por un par de días y huyendo de los mimos que pueda recibir en la panza que es su lugar más sensible y vulnerable que no se lo habilita a cualquiera para una caricia.
Eso al modesto entender de los humanos, vendría a ser pura personalidad porque el gato es fanático de su propia independencia, porque pide de comer no cuando es la hora de hacerlo sino cuando tiene hambre y porque es capaz de enseñarles a muchos humanos, lo que es el respeto por la intimidad de sus necesidades fisiológicas y la impecable limpieza con que trata los espacios destinados para esos requerimientos de su pequeño organismo, rigurosamente ajustado a la limpieza, el esmero, la pulcritud y una marcada inclinación hacia el acicalamiento: en pocas palabras, el felino doméstico es una especie de compadrito familiar, obsequioso de ronroneos, atento espectador de televisión, leves maullidos de aprobación y ansias permanentes de no sentirse solo.
Todos estos atributos y rasgos esenciales los gocé con los varios ejemplares que me acompañaron en la vida: Gelsomino, Grisha, Mimosa, Verde, Tao, Chiara y Fellini, este último que partió con 21 años encima y sin aflojar a mis exigencias de escucharlo hablar, porque era lo único que le faltaba.
Un año atrás adoptamos en casa a Vera, hembrita tricolor con cuatro meses de vida, de ojazos verdes, rebelde, caprichosa, destructiva, desafiante y que una vez idónea dominadora de techos y cornisas, hubo que esterilizarla por obvias razones y la principal, porque un departamento no es lo ideal para más de una mascota, a menos que sea uno de cuatro patitas y un canario, una curucucha o una lora. De vida normal pero demasiado seria, Vera acostumbró a incursionar fuera de casa y volver con algún tributo de su instinto: un ratón casi más grande que ella, alguna paloma cruza con gallina o infortunados pajaritos que se interponían en su camino de alturas. Nunca faltó a la hora de comer y menos cuando era el turno de los alimentos húmedos: pavo, pollo, carne de vaca o salmón que eran sus predilectos que prolijamente devoraba y acompañaba con agüita fresca que tenía en tres lugares de la casa. Pero un domingo, ya atardeciendo y oscuro, Vera no volvió pese a los llamados de costumbre haciendo sonar el envase de su lata con alimento balanceado, un característico silbido que ella distinguía y activando el “llamador de ángeles” que repartía desde la terraza una metálica y dulce melodía.
Uno trata de convencerse que ya volverá, que andará por allí, que lo aisló una furiosa tormenta que se desató con rayos y truenos a la noche siguiente y al transcurrir los días sin cambios respecto de su destino, es que esos malditos mecanismos de la resignación nos llevan a pensar en ausencias definitivas, con el íntimo ruego que haya sido sin sufrimiento o que haya ido a parar a un hogar cariñoso que le brindara hospitalidad, mimos y un cálido lugarcito para su descanso.
No es que uno pretenda ni insinúe que estuviera ausente la peor de las posibilidades, que ese bello ejemplar se hubiera transformado en lo que muchos desalmados rotularon a estas inocentes criaturas como “cabritos de techo” porque supongo que para cualquier ser humano bien nacido, sería el peor y más censurable de los destinos. Pasó a ser costumbre diaria y a distintas horas el rastreo por techos propios e invadiendo necesariamente algunos ajenos, o accediendo a mayores alturas desde donde escudriñar en la búsqueda a cada hora más desesperante como infructuosa; las consultas a los vecinos dieron también resultado siempre negativo y la desesperanza se iba haciendo camino hacia la sumisión a una realidad que me espantaba: eso de rendirse a la ausencia sin remedio ni consuelo.
Dos o tres días más de pésimo tiempo con copiosas lluvias, vientos y momentánea despedida del calor. No había indicios y ni siquiera alguna mínima manifestación que me hiciera abandonar la búsqueda; allanarme a la fatalidad.
El sábado siguiente después de cinco días sin usarlo, saqué mi auto de la cochera, realicé algunos trámites y al regresar acompañando la caída de la tarde y el asomarse de las primeras luces, dejé mi viejo Citroen en su lugar de guarda y cuando caminaba hacia el portón de salida que da a una importante, concurrida y ruidosa calle como lo es la Fragueiro, escuché algo muy suave como lejano que me pareció un tímido maullido y lo atribuí a mis ansias lógicas. Volví sobre mis pasos -y quiero abreviar esos momentos mágicos- para buscar entre los otros coches, hasta que apareció, debajo del mío estacionado, un manojo de pelos que la semi oscuridad me impedía descifrar, hasta que mediante la linterna del celular llegué a la sorpresa que se trataba de ella: era Vera que apoyó su cabeza en la palma de mi mano y los ojazos verdes de su irracionalidad seguramente no entendían por qué los míos se humedecían…
Evaluando el lugar, los días transcurridos, los truenos y el diluvio y conociendo las limitaciones que en ciertas circunstancias tienen los gatos para desplazarse, terminé asegurando para mi interior que Vera, exploradora de techos, intentó bajar pero cayó a cualquiera de los toldos de lona fuerte que protegía cada uno de los 25 lugares para estacionar y cuando quiso regresar, la altura de las paredes y los caños redondos y metálicos que sostenían toda la estructura eran imposibles de ser utilizados para volver al nivel de más o menos 8 o 10 metros desde donde se había precipitado. Y allí comprendí varios detalles que forman parte de los manuales universales que tratan sobre gatos: que es difícil que se alejen más de 50 metros de “su casa”, que pueden sobrevivir por varios días sin alimento sólido pero bebiendo agua y que se han dado casos -mi Fellini fue uno- que vuelven a sus orígenes hasta más de dos meses después por haber quedado encerrados, entre otras alternativas, en una obra en construcción luego abandonada, pero con un “hilo de agua” goteando de una canilla mal cerrada.
¿Para qué hablar de ese reencuentro? Si uno lo hace desde el fondo de un genuino sentimiento de cariño, se puede llegar a pensar y con cierto fundamento que “la chochera” de los años hace lo suyo, que la sensibilidad natural afloja tensiones de varios días o que simplemente se trata de bichitos adorables por los que se siente un amor especial; una especie de respeto por su vulnerabilidad en un mundo tan agresivo que hasta suele burlarse de ciertas desgracias que padecen los irracionales. Otra vez estamos juntos y es como si los lazos que nos unieran se hubieran fortalecido, hasta llegar a superar eso tan difícil de entender que es como una frontera de acceso al absurdo de amar y sufrir por un ser irracional, a veces molesto y prescindible.
Es en esos momentos que se mezclan la superada angustia de la ausencia y la felicidad del reencuentro, cuando llegamos a valorar una sencilla como breve oración que Francis Jammes elevara a las alturas, muy por encima de los techos, las terrazas, los áticos y las chimeneas: “Señor, cuando me muera, ¿querrás prestarme un rinconcito de cielo para mi gata?”
Gonio Ferrari
DE ADENTRARSE EN LO DESCONOCIDO
Pero el gato es distinto porque si rompe un florero de la casa, hace hilachas una cortina y uno lo reta o lo pone en penitencia, es el gato quien reacciona poniendo en penitencia a su amo tratándolo con indiferencia, ignorándolo por un par de días y huyendo de los mimos que pueda recibir en la panza que es su lugar más sensible y vulnerable que no se lo habilita a cualquiera para una caricia.
Eso al modesto entender de los humanos, vendría a ser pura personalidad porque el gato es fanático de su propia independencia, porque pide de comer no cuando es la hora de hacerlo sino cuando tiene hambre y porque es capaz de enseñarles a muchos humanos, lo que es el respeto por la intimidad de sus necesidades fisiológicas y la impecable limpieza con que trata los espacios destinados para esos requerimientos de su pequeño organismo, rigurosamente ajustado a la limpieza, el esmero, la pulcritud y una marcada inclinación hacia el acicalamiento: en pocas palabras, el felino doméstico es una especie de compadrito familiar, obsequioso de ronroneos, atento espectador de televisión, leves maullidos de aprobación y ansias permanentes de no sentirse solo.
Todos estos atributos y rasgos esenciales los gocé con los varios ejemplares que me acompañaron en la vida: Gelsomino, Grisha, Mimosa, Verde, Tao, Chiara y Fellini, este último que partió con 21 años encima y sin aflojar a mis exigencias de escucharlo hablar, porque era lo único que le faltaba.
Un año atrás adoptamos en casa a Vera, hembrita tricolor con cuatro meses de vida, de ojazos verdes, rebelde, caprichosa, destructiva, desafiante y que una vez idónea dominadora de techos y cornisas, hubo que esterilizarla por obvias razones y la principal, porque un departamento no es lo ideal para más de una mascota, a menos que sea uno de cuatro patitas y un canario, una curucucha o una lora. De vida normal pero demasiado seria, Vera acostumbró a incursionar fuera de casa y volver con algún tributo de su instinto: un ratón casi más grande que ella, alguna paloma cruza con gallina o infortunados pajaritos que se interponían en su camino de alturas. Nunca faltó a la hora de comer y menos cuando era el turno de los alimentos húmedos: pavo, pollo, carne de vaca o salmón que eran sus predilectos que prolijamente devoraba y acompañaba con agüita fresca que tenía en tres lugares de la casa. Pero un domingo, ya atardeciendo y oscuro, Vera no volvió pese a los llamados de costumbre haciendo sonar el envase de su lata con alimento balanceado, un característico silbido que ella distinguía y activando el “llamador de ángeles” que repartía desde la terraza una metálica y dulce melodía.
Uno trata de convencerse que ya volverá, que andará por allí, que lo aisló una furiosa tormenta que se desató con rayos y truenos a la noche siguiente y al transcurrir los días sin cambios respecto de su destino, es que esos malditos mecanismos de la resignación nos llevan a pensar en ausencias definitivas, con el íntimo ruego que haya sido sin sufrimiento o que haya ido a parar a un hogar cariñoso que le brindara hospitalidad, mimos y un cálido lugarcito para su descanso.
No es que uno pretenda ni insinúe que estuviera ausente la peor de las posibilidades, que ese bello ejemplar se hubiera transformado en lo que muchos desalmados rotularon a estas inocentes criaturas como “cabritos de techo” porque supongo que para cualquier ser humano bien nacido, sería el peor y más censurable de los destinos. Pasó a ser costumbre diaria y a distintas horas el rastreo por techos propios e invadiendo necesariamente algunos ajenos, o accediendo a mayores alturas desde donde escudriñar en la búsqueda a cada hora más desesperante como infructuosa; las consultas a los vecinos dieron también resultado siempre negativo y la desesperanza se iba haciendo camino hacia la sumisión a una realidad que me espantaba: eso de rendirse a la ausencia sin remedio ni consuelo.
Dos o tres días más de pésimo tiempo con copiosas lluvias, vientos y momentánea despedida del calor. No había indicios y ni siquiera alguna mínima manifestación que me hiciera abandonar la búsqueda; allanarme a la fatalidad.
El sábado siguiente después de cinco días sin usarlo, saqué mi auto de la cochera, realicé algunos trámites y al regresar acompañando la caída de la tarde y el asomarse de las primeras luces, dejé mi viejo Citroen en su lugar de guarda y cuando caminaba hacia el portón de salida que da a una importante, concurrida y ruidosa calle como lo es la Fragueiro, escuché algo muy suave como lejano que me pareció un tímido maullido y lo atribuí a mis ansias lógicas. Volví sobre mis pasos -y quiero abreviar esos momentos mágicos- para buscar entre los otros coches, hasta que apareció, debajo del mío estacionado, un manojo de pelos que la semi oscuridad me impedía descifrar, hasta que mediante la linterna del celular llegué a la sorpresa que se trataba de ella: era Vera que apoyó su cabeza en la palma de mi mano y los ojazos verdes de su irracionalidad seguramente no entendían por qué los míos se humedecían…
Evaluando el lugar, los días transcurridos, los truenos y el diluvio y conociendo las limitaciones que en ciertas circunstancias tienen los gatos para desplazarse, terminé asegurando para mi interior que Vera, exploradora de techos, intentó bajar pero cayó a cualquiera de los toldos de lona fuerte que protegía cada uno de los 25 lugares para estacionar y cuando quiso regresar, la altura de las paredes y los caños redondos y metálicos que sostenían toda la estructura eran imposibles de ser utilizados para volver al nivel de más o menos 8 o 10 metros desde donde se había precipitado. Y allí comprendí varios detalles que forman parte de los manuales universales que tratan sobre gatos: que es difícil que se alejen más de 50 metros de “su casa”, que pueden sobrevivir por varios días sin alimento sólido pero bebiendo agua y que se han dado casos -mi Fellini fue uno- que vuelven a sus orígenes hasta más de dos meses después por haber quedado encerrados, entre otras alternativas, en una obra en construcción luego abandonada, pero con un “hilo de agua” goteando de una canilla mal cerrada.
¿Para qué hablar de ese reencuentro? Si uno lo hace desde el fondo de un genuino sentimiento de cariño, se puede llegar a pensar y con cierto fundamento que “la chochera” de los años hace lo suyo, que la sensibilidad natural afloja tensiones de varios días o que simplemente se trata de bichitos adorables por los que se siente un amor especial; una especie de respeto por su vulnerabilidad en un mundo tan agresivo que hasta suele burlarse de ciertas desgracias que padecen los irracionales. Otra vez estamos juntos y es como si los lazos que nos unieran se hubieran fortalecido, hasta llegar a superar eso tan difícil de entender que es como una frontera de acceso al absurdo de amar y sufrir por un ser irracional, a veces molesto y prescindible.
Es en esos momentos que se mezclan la superada angustia de la ausencia y la felicidad del reencuentro, cuando llegamos a valorar una sencilla como breve oración que Francis Jammes elevara a las alturas, muy por encima de los techos, las terrazas, los áticos y las chimeneas: “Señor, cuando me muera, ¿querrás prestarme un rinconcito de cielo para mi gata?”
Gonio Ferrari
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