Es positivo comenzar citando a Santo
Tomás: “La corrupción de la
Justicia tiene dos causas: la prepotencia del poderoso y la
astucia del sapiente. La astucia del sapiente que le demora los juicios
indefinidamente y, por supuesto muchas veces, la prepotencia del poderoso que
impone condiciones”.
De poco valieron las definiciones y las recomendaciones de encumbrados
organismos defensores de los derechos humanos, tanto del ámbito nacional como internacional,
que se pronunciaron desnudando la ilegalidad de la aplicación de la prisión
preventiva como norma, cuando la ley señala que debe ser la excepción.
Desde hace más de un par de años en mi espacio radial de los domingos me
veo forzado a puntualizar un detalle, porque han sido varios los que han
llegado a sospechar -y a manifestarlo-
que persigo intereses (políticos, entre otros) que no me juego por la inocencia
ni la culpabilidad de nadie, en este elaborado mamotreto jurídico rotulado
ampulosamente “megacausa” del Registro de la Propiedad.
Pero durante ese tiempo en que pude advertir la inocultable presencia de
la soberbia en el manejo de la vida y el destino de tanta gente, tuve -como a
veces se justifican los jueces- la íntima convicción de la injusticia o la
omisión de justicia que es lo mismo.
Fue cuando al ver aplicar como costumbre lo que debía ser excepción, por
considerarme un ferviente amante de la libertad, que tuve la horrenda y
opresiva impresión de transformarme en sospechoso.
Una condición que vaya ironía, se me antoja no tuvieron los verdaderos
ideólogos y mentores de las maniobras o sus ocultos beneficiarios, muchas veces
amparados por escudos que la política suele tejer con envidiable laboriosidad y
fineza.
No será simple que recuperen su libertad todos aquellos sometidos a la
tortura de la prisión preventiva, que es de por sí una condena anticipada por
el rigor del encierro, el escarnio social, la marginación laboral y otras
secuelas imposibles de revertir, ni siquiera con todo el oro del mundo como
resarcimiento a un perverso daño moral, físico y mental plagado de cicatrices.
Por fortuna para muchos y desgracia para otros que ya venían saboreando
desde afuera de la causa el placer de la impunidad, la Corte Suprema de Justicia puso
la situación en claro, lo que puede llevar a medidas reparadoras que rescaten
el respeto por la correcta aplicación de una medida cautelar como lo es la
prisión preventiva y no equipararla en lo práctico a una virtual toma de
rehenes.
Y si liberan a quienes debieran seguir presos, es preferible diez
delincuentes sueltos y no un inocente entre rejas.
La Justicia,
esa señora que en ocasiones suele mirar a través de la venda de sus ojos, se
hizo presente con la injuria del retraso pero finalmente llegó a esta Córdoba
conservadora y acostumbrada a manejar la balanza muchas veces con caprichos y empecinamientos
instalando en la sociedad la sombría sospecha de una inadmisible e
inconstitucional dependencia del poder político.
No pretendo darle a estas consideraciones, ni por asomo, un enfoque
técnico en reconocimiento y homenaje a mi supina e irreversible ignorancia en
la materia, pero debo confesar que a la hora de optar por un modelo de
Justicia, me inclino por su respetuosa aplicación conforme a derecho y no en
los casos que exhibe una vocación apresuradamente carcelera.
Bien vale repetirlo: no soy defensor, fiscal, juez ni verdugo, pero
tengo la pésima costumbre profesional de esquivar el engañoso rigor de la
interpretación antojadiza de los códigos y dejarme llevar por eso tan saludable
que es la lógica.
Porque esa lógica me ha enseñado muchas veces con dureza y otras con
dulzura, que las miserias humanas tienen a la larga, el dique de contención y
la redención que impone, precisamente, el ejercicio desapasionado y
comprometido del sentido de Justicia.
Montesquieu lo definió con sabiduría: “Una cosa no es justa por el hecho
de ser ley. Debe ser ley porque es justa”.
Gonio
Ferrari
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