El miedo es padre de la
crueldad. (James Froude)
No es tanto el tiempo que
ha transcurrido desde aquellas maniobras encaminadas a instaurar el terror a lo
que se venía y fogoneado por la más recalcitrante de las organizaciones
destinadas a la profundización de las diferencias entre los argentinos: La Cámpora. Todo se hacía desde
antes de la campaña preelectoral, atemorizando a la ciudadanía con los
fantasmas de la desocupación, el costo de vida y las perspectivas de miseria
para la clase trabajadora si no se optaba por la continuidad “K”.
De todas maneras, ni en la mente más
delirante de esos rentados soldados de la causa que los había en todos los
ámbitos -la mayoría beneficiarios de becas al ocio en pago de militancia-
quedaba lugar para las dudas acerca del triunfo comicial que de forma casi
automática por lo equivocadamente previsible, los iba acercando a la eternidad
en el poder.
Meter miedo era la consigna que como efecto
colateral arrastró quebrantos de lazos familiares, enconos entre amigos,
inestabilidad emocional entre adversarios, porque todos ellos -todos- pasaron a
ser una curiosa y lamentable mezcla de enemigos: los cultores del autoritarismo
y el discurso único en una vereda y en la otra los acostumbrados al sano
ejercicio del disenso en el marco de un sistema democrático que recuperamos en
el ‘83.
Las
acciones del respeto se derrumbaron en el mercado del debate.
La soberbia desde el poder intentó imponer
aquella peregrina idea de la debacle como si no votar la prolongación sería la
condena de caer al más insalvable de los abismos. Ni siquiera tuvieron la
hidalguía de la autocrítica por sentirse iluminados y dueños absolutos de la
verdad.
Perdieron y no estaban preparados para la
derrota.
Perdieron y aún la resignación no forma
parte de su ajado y triunfalista discurso, pretendiendo reemplazar los lamentos
y el odio creciente con altivez y arrogancia que sólo les sirve para hundirse
más en su propio fango del desencuentro que supieron alimentar.
Con esa altanería llorona y lamentosa fueron
descubriendo sus ocultos errores, los actos de la corrupción más atroz que
recuerde nuestra historia, hasta el punto de transformar a María Julia en
mechera y a Mazorín en punguista. Carlos Saúl I de Anillaco quedó para figurar
en el santoral y Martínez de Hoz pasó a ser un incontaminado boy scout.
Los dedos acusadores se multiplicaron desde
las fiscalías y la impunidad de la que gozaran se había diluido en las urnas.
Era el momento de comenzar a responder por tantos silencios, por tamaño
ocultamiento de la realidad, por esa enfermiza costumbre de mentir y de negar.
Los relojes de la historia estaban marcando
la hora de la Justicia ,
tardía pero Justicia al fin, que sacaron de su letargo a los sordos y ciegos
maquilladores de la vívida verdad, que seguían durmiendo en el lecho de su
indemnidad ahora de cartón.
Allí empezaron a enloquecer frente a la
inminencia del banquillo, de la balanza y de la señora con los ojos vendados.
Apenas citaron a la abogada exitosa para que
respondiera acusaciones, con la premura que no tuvieron para gobernar estructuraron
una movida de agitación recreando su poco feliz experiencia de embadurnarnos de
miedo: “No la toquen porque …” y multiplicaron la bravata en muros,
estandartes, pancartas y en las redes sociales.
Para oponer la razón por encima de la
violencia que prometen instaurar, los argentinos apegados a la ley tienen
-tenemos- el mejor de los antídotos contra la iracundia nacida en el tardío
desencanto que los trasnochados vienen padeciendo cuando no estaban preparados
para asumirlo. Es el respeto por las mayorías y el innegociable amor por la
democracia.
Demasiada sangre nos costó recuperarla para
consentir que ahora se empeñen en rifarla a los caprichos del autoritarismo
residual, ese que empezó a temblar por su propio miedo alimentado por la
alergia a los tribunales, a los fiscales, a los jueces y a los barrotes.
Los nostálgicos de la concentración de poder
están demostrando que aquel remanido aunque justo clamor de “memoria, verdad y
justicia” era de aplicación hacia fuera y ahora lo transforman en pavoroso cuando
son ellos los destinatarios.
Ya hemos perdido el miedo.
Lo empezamos a sepultar en el ‘83
Es de ciudadanos dignos reemplazarlo sin
miedos por la acción común, la tolerancia y el apego a la ley.
Los argentinos no merecemos sufrir más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado