15 de agosto de 2016

“El deporte es una guerra sin armas” (Orwell) --


DEL POTRO, EN EL PODIO DE LOS GUAPOS

   ¿Qué es lo que impulsa al ser humano a sacrificarse en el placer de brindarse por completo, sin egoísmos y sin medir consecuencias?
   Probablemente en el campo de las ciencias es donde mejor se pueden llegar a ejemplificar actitudes como alguna de los médicos que por encima del lucro que en general ahora domina a esa profesión, sobresale un auténtico sentido humanitario.
   Curioso encontrar tal distintivo en el deporte que es pura y a veces descarnada competencia, donde el objetivo no es tan solo triunfar en la lid sino someter y humillar al adversario poniéndolo simbólicamente a los pies del vencedor como si fuera un trofeo de cacería.
   Mezclar ese cuadro casi brutal con la humildad está demasiado cerca de las utopías porque la soberbia de los victoriosos no les permite colocarse en el cuerpo y en el alma del derrotado, como para experimentar los mismos sentimientos que lo abruman frente a la caída.
  
Y es por eso de la humildad, el sacrificio y la entrega que lo alcanzado por Juan Martín del Potro adquiere dimensión de hazaña porque venía de graves lesiones, de intervenciones quirúrgicas, de una dura rehabilitación, del absurdo de haber tenido que jugar con el mínimo descanso, de saber que su competidor por el oro había reposado un día más y no arrastraba -como él lo padeció- casi dos años de inactividad.
   Fue épico, como lo fueron sus victorias sobre el Rey Djokovic y sobre el Príncipe Nadal en su camino hacia el podio.
   Es cierto que Del Potro poco tiempo atrás y por desavenencias con la conducción tenística argentina o con algún otro jugador prefirió tentar suerte en Shangai en lugar de formar parte del equipo nacional que disputaría la final de la Copa Davis, pero esa es otra historia que de ninguna manera opaca lo alcanzado ayer por el tandilense.
   Llegar a un casi inaudito nivel del agotamiento físico que es el umbral del desaliento antes de entregarse, ubica al lungo tenista en un pedestal que supera al podio y a todos los metales nobles que pudieran significar.
   Poco importa si lo hizo por la patria, por el deporte, por  compromisos contraídos o por un desafío a la adversidad que lo venía castigando impiadosamente en esa maltrecha muñeca que lo estaba empujando al retiro.
   Es de una entendible y adulta dulzura ver llorar a un grandote tras una derrota, pero es maravilloso verlo enjugarse las lagrimas por saberse capaz de seguir peleando y espantando desalientos y fatigas.
   En estos juegos, alguien tendría que instituir el Podio de los Guapos, donde Del Potro tendría ya un lugar asegurado.
   Y a perpetuidad, porque será difícil igualarlo.

Gonio Ferrari

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