22 de agosto de 2016

EL NIÑO QUE FUI, AHORA REFUGIADO EN EL ALMA


    A ese vetusto y tan andado tren de la memoria se le ha ocurrido llevarme de paseo hasta las estaciones más lejanas, allí donde ya no están los andenes, las señales rojas ni las barreras para impedir el asalto a los rieles. Y arranco desde la vieja casona de San Lorenzo al 200 en Nueva Córdoba donde el vecino y pintor Antonio Seguí hacía unos dibujos que no comprendíamos, y menos que hoy se cotizarían a unos 25.000 euros cada uno. Habitábamos casi tribalmente una “casa chorizo” con dos patios y como diez piezas en dos niveles, sala enorme con piano, junto a un baldío a pocos metros de Chacabuco.
   La primera mudanza se hizo a la vuelta de allí, Ituzaingó al 600, vecino al patio de la iglesia de los capuchinos, donde el compasivo cura párroco de entonces se entretenía volteando palomas de los campanarios con su rifle de aire comprimido. Allí una vez, mi Viejo el Coco se subió a la torre más alta a donde se llegaba hasta la cruz por el lado de afuera. Lo tuvieron que bajar los bomberos. Es por eso que ciertas locuras suelen tener su componente genético.
   Nos acogió luego el Barrio Firpo, al que Catastro y el progreso rebautizaron como General Bustos, en el terroso Pasaje Italia de sólo una cuadra entre Augusto López, una avenida poblada y perfumada por naranjales amargos, y Saravia. El tranvía 7 pasaba por allí y por lo general los “motorman” se sacudían con las explosiones que provocábamos poniendo sobre las vías chapitas de gaseosas con clorato de potasio, azufre y carbón. Con mis hermanos y el Pelado Contreras, el Pichón Rotlhisberger, el Keko Gomez (su hermana era hermosa), el Negro Puerta y el Victor Leguizamón éramos potencialmente vándalos y casi a las puertas de la delincuencia infantil.
   De allí saltamos a la casita propia por el Plan Eva Perón (que en aquellos tiempos no eran “sueños compartidos”) en Bajo Palermo a donde llegué ya mozalbete quinceañero y laburante a partir de lo cual nunca dejé de trabajar. Tenía responsabilidades y a los 18 años y unos meses comencé en La Voz del Interior primero comentando rugby -mi pasión- y luego corrector y por fin en la Redacción.
   El niño ¿había quedado atrás?.
   Sin embargo, es complicado pretender llegar a ser íntegramente un adulto porque el niño que fuimos es la raíz; es la curiosidad y la travesura; el desenfado y la inconsciencia; la impunidad hasta el correctivo de la chancleta y la respetuosa madurez que llega cuando nos empezamos a mirar con las vecinas, ponernos colorados y sufrir los jóvenes sofocones que ya muchachos, le llamábamos calentura.
   Pero el niño, aquel niño sigue en nosotros con su frescura de maceta; con la sospechosa inocencia y el recóndito deseo de no crecer porque es el camino a la vejez el fantasma que más nos tortura y espanta.
   Dejamos atrás las figuritas difíciles, el trompo caprichoso, las chinches y las bolitas, el barrilete de agosto y los carnavales con agua para sumergirnos en el agresivo mundo de la competencia por el mango, la responsabilidad de una familia y esa intención no siempre alcanzada de vernos reflejados en los hijos, como si la historia se tuviera que repetir a través del papel carbónico de la memoria, olvidando que ellos también merecen ser niños salvajemente libres como nosotros lo fuimos.
   ¡Bahh! No es para decir que fuimos, porque en algún rincón del alma tenemos guardada para siempre esa niñez de juegos, de diabluras, de miraditas furtivas, de coladas en el cine, del amor por la maestra, del sueño de caramelos, de rodillas peladas y orejas sucias.
   “Un niño es un amor que se ha hecho cosa visible”, sostenía Novalis y tengo la certeza que lo dijo siendo niño cincuentón.
   Porque cuando tenemos mucho más pasado que futuro reconocemos con el alma, la bronca y las lágrimas, habernos visto obligados a crecer  para llegar a la madura y sesuda convicción que la niñez es la idealización de la vida.
   Como para jamás dejar de ser niños.

Gonio Ferrari

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