JURO QUE CADA
DÍA MÁS
ME ESFUERZO POR SERLO
A toda persona que ejerce el
periodismo pero tiene colgado en alguna pared el diploma que lo acredita como
tal que le fuera entregado en una solemne ceremonia académica y social, le
asiste el legítimo derecho al orgullo de haber plasmado una vocación o una meta
vital.
Pero estamos los otros, los que
abrazamos si, una fuerte propensión a informar, a analizar, a dar a conocer lo
oculto, encubierto o ignorado sin pensar en la notoriedad o en la fama propia
ni con delirios de marquesinas ni tumultos callejeros por firmar autógrafos.
Somos -y descaradamente lo confieso- los que entramos a los medios cuando no
había donde estudiar periodismo; los que sin imitar o crear estilos, poses,
silencios o elegir ropa de última moda, el mejor peinado y más cinematográfico
maquillaje nos lanzamos a esta cotidiana aventura de sentirnos útiles a la
sociedad.

Venimos del tiempo en que el
ejercicio de esta maravillosa actividad nació como una adicción; como un vicio
porque escribíamos o hablábamos desde el alma, sin antes hacer pasar la opinión
por los bolsillos, en una actitud más emparentada con lo romántico que con el
compromiso laboral que era dentro de todo prolijamente respetado.
No deja de ser una piadosa
mentira eso de la vieja bohemia, de las cabareteras trasnochadas al fiado o las
interminables y amanecidas cafeteadas, sino una verdad de
aquellos tiempos en
que el periodismo era casi hermano de la literatura y no una parte esencial del
marketinero divismo actual.
De todas maneras y dejando al
margen a ese invento de corte fascista -pariente
de la promoción ideológica- que le llamaron “periodismo militante”, una ofensa
a la honestidad de informar, tenemos la obligación de unirnos los académicos y
los románticos a la hora de la celebración, por el simple hecho de coincidir en
lo que hacemos pese a ser distintos.
Y rindamos homenaje -a Mariano Moreno
ya le hicimos muchos- a Goethe quien tuvo la genialidad de sostener que “Solo
es digno de libertad aquel que sabe conquistarla cada día”.
Los periodistas comprometidos
-todos menos aquellos a los que prefiero ignorar- que hacemos lo nuestro como un
mimo para el espíritu y un virtuoso desenfreno para la propia intimidad,
sabemos que nunca se llega a la meta. La desaparecida colega Oriana Fallaci
definía magistralmente esa actitud: “Yo quiero caminar, no quiero llegar.
Llegar es morir”.
Es por eso seguramente y no
porque tenga vocación de eternidad que más allá del diploma, prefiera
esforzarme -cada día y arrastrando décadas, nostalgias, victorias y fracasos-
en ser periodista.
Gonio Ferrari
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