LA PUERTA MÁS CERCANA
QUE TIENE LA PRIMAVERA
Existe entre nosotros la percudida costumbre
de jugar con la sinonimia de emparentar al otoño con las hojas secas,
crujientes y amarillentas hermanadas con los días nublados, la decadencia del
calor y el asomarse los primeros fríos, a la vez que comienzan a meterse entre
las solapas los ahora casi escondidos pechos de ellas.
Es probable que ante un derroche de ese
sentimiento caído casi al desván de los desusos que es un exceso de
romanticismo, se opte por hablar de los tiempos de nostalgias, de los colores
apagados, del verde que cede espacio y luminosidad frente a otros pálidos
matices y de las nubes que jugando a las escondidas entre ellas, dibujan
imágenes alucinantes.
Si pensamos con inteligencia, nada tan
saludable y natural como es asumir al otoño con el ánimo de cambio en varios
aspectos, sin pensar en el clima que comienza a enojarnos con su rigor de
avasallar al calor, porque el otoño más que una nueva estación es un tramo que
cada año retomamos gozándolo con el alma, más que con los ojos.
Es la frescura que nos empieza a preparar
para afrontar la helada prepotencia del invierno.
Los ocres en el aire nos vienen indicando la
inminencia de algo nuevo aunque una vez al año se reitere, mientras nos alejan
de la voluptuosa fosforescencia del verano ya muerto pero con la alegría de
percibir a la primavera cada día que pasa, menos lejana.
Por eso la transición del otoño tiene la
magia de la nostalgia que dejamos y de la esperanza que ella viene hacia
nosotros con su promesa de flores, de renovados aires, de amores incipientes, como
si eso, el amor, solo fuera un privilegio que se vive y madura entre septiembre
y marzo.
Eso, para los que no saben ni conocen la
ternura de enamorarse en el otoño del calendario, ni en el otoño de la vida.
Porque para vivir el amor no hacen falta los
almanaques ni las estaciones.
Solo basta con que al reloj de arena que
llevamos en el alma, lo pongamos horizontal.
Haga usted la prueba, y seguramente se
acordará de mí.
Y verá que el alma, el espíritu y el
corazón, no llevan la cuenta de los días que pasan.
Y tampoco de los otoños, que han ido quedando
atrás.
Porque el alma, el espíritu y el corazón,
prefieren mirar hacia adelante, en nuestra permanente y atávica búsqueda de la
felicidad.
Ese es el ansiado estado ideal, para muchos
utópico.
Ya le abrimos las puertas al maravilloso
otoño cordobés, con la esperanza de ir viendo crecer el esplendor del cielo, la
pureza del aire y un resurgimiento de esa poesía que es pisar hojas secas, o
sentir en la cara una brisa que dejó de ser molesta y agobiante.
Nuestro otoño es único en el paisaje, en los
árboles, en el aire y en el cielo.
Hagamos entonces que el otoño de la vida sea
igual de placentero, un regalo que nos debemos hacer no tanto por merecerlo,
sino por tener la inmensa dicha de gozarlo.
Con sufrimientos o no, con riquezas o no,
con amores o no, con penas o no, con ausencias o no aunque sí con lo más
trascendente: con la maravilla de saber que estamos vivos al menos por un otoño
más y camino a la no tan distante primavera…
Gonio
Ferrari
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