24 de abril de 2013

RUBEN AMERICO MARTI




El estrépito social comienza a diluirse y es cuando la familia y los amigos de quien ha partido sin regreso, toman verdadera dimensión de lo que es la ausencia.
Ya no caben las lágrimas ni la oscura inutilidad del luto.
La realidad dura e irreversible golpea con la fuerza de la evocación, de los gratos recuerdos, de los instantes mágicos que se compartieron durante la bonanza, las luchas o el dolor.
Y es cuando abrimos las puertas del alma, allí donde atesoramos y protegemos la memoria, para transformar todos aquellos sentimientos en la corporización de un modelo; de un ejemplo a seguir; de un patrón de conducta.
No es tan fácil en nuestra sociedad ser terrenalmente intachable, y por lo general el sueño eterno transforma en casi santo a cualquiera de nosotros, por esa costumbre de lavar antecedentes hasta sumirlos en la muchas veces mentirosa pulcritud e inocencia pos mortem.
Por encima del apasionado y vehemente político, del correcto y fervoroso funcionario, del odontólogo, del respetuoso adversario, del generoso anfitrión, del hacedor de cosas, del estudioso de la realidad social, del innovador en un mundo de chaturas, Rubén Américo Martí recibió en vida sin que fuera necesario que nadie se lo entregara, el merecido y envidiable título de buena persona.
Y se me ocurre que aquellos que lo hacen -eso de irse- son los exponentes de la extrema valentía de terminar y no del egoísmo cobarde de afrontar los golpes de la vida, que en su caso no fueron pocos ni sencillos.
Debe ser fascinante poder elegir el momento de partir.

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