El
estrépito social comienza a diluirse y es cuando la familia y los
amigos de quien ha partido sin regreso, toman verdadera dimensión de
lo que es la ausencia.
Ya
no caben las lágrimas ni la oscura inutilidad del luto.
La
realidad dura e irreversible golpea con la fuerza de la evocación,
de los gratos recuerdos, de los instantes mágicos que se
compartieron durante la bonanza, las luchas o el dolor.
Y
es cuando abrimos las puertas del alma, allí donde atesoramos y
protegemos la memoria, para transformar todos aquellos sentimientos
en la corporización de un modelo; de un ejemplo a seguir; de un
patrón de conducta.
No
es tan fácil en nuestra sociedad ser terrenalmente intachable, y por
lo general el sueño eterno transforma en casi santo a cualquiera de
nosotros, por esa costumbre de lavar antecedentes hasta sumirlos en
la muchas veces mentirosa pulcritud e inocencia pos mortem.
Por
encima del apasionado y vehemente político, del correcto y fervoroso
funcionario, del odontólogo, del respetuoso adversario, del generoso
anfitrión, del hacedor de cosas, del estudioso de la realidad
social, del innovador en un mundo de chaturas, Rubén Américo Martí
recibió en vida sin que fuera necesario que nadie se lo entregara,
el merecido y envidiable título de buena persona.
Y
se me ocurre que aquellos que lo hacen -eso de irse- son los
exponentes de la extrema valentía de terminar y no del egoísmo
cobarde de afrontar los golpes de la vida, que en su caso no fueron
pocos ni sencillos.
Debe
ser fascinante poder elegir el momento de partir.
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