Suele
ser un argumento de los gobiernos autoritarios, sostener que le esta
otorgando a los medios periodísticos y por ende a la ciudadanía, el
beneficio o la gracia de poder decir lo que se les antoje.
La
necedad está en que ningún gobierno debiera asumir esa temeraria
potestad, porque la verdad sea dicha, es un derecho consagrado como
básico en los genuinos sistemas democráticos.
Cuando
desde el poder se pregona la generosidad de dejarnos opinar o hablar,
es cuando más se esconde la censura disfrazada de varias sutiles
maneras, como son el condicionamiento económico a través de la
pauta publicitaria, la discriminación a la hora de informar o el
perverso y tan aplicado sistema de premios y castigos.
Existe
entre nosotros y ya es conocida por su práctica habitual, la malsana
costumbre oficial de suponer que con la onerosa y por lo general
inoportuna publicidad de los actos de gobierno, que es un disfraz de
promoción partidaria, se compran aplausos.
O
que con los montos exagerados que se destinan a los medios de mayor
audiencia, se pagan silencios.
Ambas
posturas, en definitiva, son dos de las visiones que nos aporta esa
insuperable vocación por la hipocresía que caracteriza a muchos de
nuestros políticos, y más aún cuando manejan eso tan sensual que
es el poder.
Después
de todo, el hecho de sentirse salvajemente libre está en cada uno de
nosotros, con una sutil diferencia: los que tomamos esa actitud como
una forma de vida, y los grises que al quedar bien con Dios y con
Satanás, creen que transmiten una imagen de libertad.
Y
a la hora de hablar de libertad de prensa, mi abierto desprecio
profesional a los que se dicen colegas y están enrolados en esa
curiosa y obsecuente figura del “periodismo militante”, cuando
solo son desequilibrados propagandistas de un modelo abiertamente
decadente.
Por
suerte, nos conocemos todos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado