Es natural que cada uno hable del baile en
función de cómo lo haya pasado y cuánto se haya divertido.
Por eso no es temerario sostener que llega a
su fin un año complicado e incierto que deja abiertos demasiados interrogantes
en un pueblo dividido por algunas actitudes autoritarias, que en lugar de
fortalecer nuestra democracia treintañera, la desubican dentro del marco de la
historia y la relegan al cenagoso terreno de las dudas.
Es
cierto que un enfoque así planteado puede levantar voces de reprobación y
descalificación, pero fue precisamente ese estilo el que identificó a los
enemigos del disenso y ardorosos amantes del discurso único que ahuyentaron las
bondades del diálogo, de la discrepancia y de la confrontación civilizada.
La madurez del respeto por el pensamiento
ajeno, de ninguna manera es inherente a la personalidad de los argentinos que
en general y desde el fondo de los tiempos nos embarcamos en las inútiles
antinomias del fanatismo que separó a blancos y negros, peronistas y radicales,
gordos y flacos, zurdos y fachos, pobres y ricos, Boca y River, Ford y
Chevrolet, Talleres y Belgrano, porteños y mediterráneos, pro K o anti K… y
para qué seguir enumerando lo que todos conocemos y a veces sufrimos.
Tantas veces se hicieron llamados a la unión
y a la concordia, que por repetidos y no tomados en cuenta, se transformaron en
poderosos elementos que ahondaron las divisiones por nuestra tonta costumbre de
creernos -cada uno- los dueños de la verdad bíblica, lo que no deja de ser una
expresión de soberbia.
Termina un año agitado y si en el almanaque
figuraran los días de convulsión resaltados en rojo, nos encontraríamos frente
a un repetido cuadro infernal porque fueron contados los tramos que pudimos
sentir alguna plenitud en pasajeras bonanzas.
Desastres, incendios, enfermedades, renuncias,
enroques, ausencias, reemplazos, rumores, corrupción, desprecio por el prójimo,
humillaciones y otras injurias ciudadanas calaron más hondo en la gente, que
los aciertos necesariamente reconocidos como tales que sería una necedad
ignorar, aunque la obligación de los gobernantes sea hacer las cosas bien.
El desprecio por la desgracia ajena y la
exaltación casi morbosa de la impunidad se enfrentaron en muchas ocasiones para
que inevitablemente, como siempre ocurre, la víctima fuera el más vulnerable;
el menos protegido por la sociedad o el abandonado a su suerte por el poder.
No perdamos las esperanzas ni pretendamos la
utopía de ganarle la carrera a los relojes.
Ya viene el 2014 con su chip virginal e
incontaminado.
Tengamos la grandeza de respetarlo y no
condenarlo apresuradamente en un injusto y ominoso ataque de desánimo.
Bueno sería dejar de lado las proyecciones agoreras
y esa perniciosa vocación por lo apocalíptico, ya que está en nosotros y
solamente en nosotros y en nuestra inteligencia y compromiso, activar los
mecanismos para que el bienestar sea de todos y no reservado a los elegidos de
siempre, los mimados entre sí, encriptados en la impunidad que ellos mismos
consagran con cada uno de sus actos.
Tengamos, en síntesis, la humildad de seguir
siendo decentes, honestos y sacrificados, porque con el tiempo las verdades
salen a la luz y ahogan a todo aquel que haya preferido la búsqueda del
bienestar y la riqueza al amparo de la ilegalidad y las prebendas.
Una década -ya lo vemos- pasa volando.
Ganada para unos, dilapidada para otros.
Pasa, al fin.
Lo mejor, que no es la última.
No reneguemos del pasado que nos deja tantas
enseñanzas.
Consolidemos un porvenir para que nuestros
descendientes lo agradezcan y lo gocen.
Aunque en la historia los beneficiarios sean
camporistas o no, cristinistas o no, macristas o no, radicales o no.
Pero que sean argentinos y orgullosos de
serlo.
Gonio
Ferrari
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