El siguiente material no forma parte
del libro
recientemente aparecido del periodista
Gonio
Ferrari y que no se incluyó para
evitar que se
pudiera pensar en una apología del
personaje.
Su difusión, ahora, responde a un
honesto y
riguroso espíritu documental de ese
trabajo.
Roberto José Carmona es un tipo apegado al gimnasio, émulo de Rambo,
admirador de Rocky y cultor casi enfermizo del estado físico elevado a su más
elevada expresión: una hora diaria de ejercicios de elongación, fortalecimiento
de bíceps, endurecimiento muscular y énfasis especial en las piernas y en los
brazos. Lo que se dice, un gimnasta completo y ambicioso en cuanto a los
resultados de tal dedicación.
Muchos estudiosos de las conductas carcelarias coinciden en que el
interno ocupa más de la mitad de su tiempo en pensar. Pero no pensar en las
delicias de la perdida libertad, en viajes a recónditos paisajes, en aventuras
sexuales o en los placeres sibaríticos, sino soñando e imaginando la mejor,
menos riesgosa y más cercana manera de fugarse.
Carmona no es la excepción y protagonizó al menos un intento desde la cordobesa
Penitenciaría de barrio San Martín, que refiere con finos detalles en uno de
los reportajes. Un hecho que en su momento ni con el paso del tiempo tuvo
difusión mediática.
El condenado a perpetua poco es lo que tiene para perder incluyendo la
propia vida, a la que no le asigna tanta importancia como el resto de los mortales,
por esas especiales escalas de valores que manejan los delincuentes. Por las
condiciones en que viven hacinados, marginados y olvidados por un sistema que
nada hace siquiera por intentar recuperarlos, llega el momento que eso que
exageradamente le llaman vivir y aquello tan desconocido como morir, tienen
para ellos idéntico significado.
Aunque las leyes hablan de asistencia sicológica, tratamientos
especializados y otras acciones tendientes a cumplir con el mandato
constitucional que en el final de su Art. 18 dice que “Las cárceles de la Nación serán sanas y
limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y
toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de
lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”, pero son más
excepciones históricas que su respeto excluyente. Y el Art. 44 de la Constitución de la Provincia de Córdoba
sostiene entre otros conceptos, que “Los reglamentos, de cualquier lugar de
encarcelamiento, deben atender al resguardo de la salud física y moral del
interno, y facilitar su desenvolvimiento personal y afectivo. Prohibida la
tortura o cualquier trato vejatorio o degradante, el funcionario que participe
en ellos, no los denuncie, estando obligado a hacerlo, o de cualquier manera
los consienta, cesa en su cargo y no puede desempeñar otro por el término que
establece la ley. Los encausados y condenados por delitos son alojados en
establecimientos sanos, limpios y sometidos al tratamiento que aconsejan los
aportes científicos, técnicos y criminológicos que se hagan en esta materia”.
Y la verdad sea dicha, la mayoría de las cárceles del país no son sanas
ni limpias y esos “tratamientos que aconsejan los aportes científicos…” están
mucho más cerca de las utopías que de la realidad.
A Carmona le asignaron una sicóloga que soportó tres o cuatro sesiones
hasta que el penado la rechazó por agudas divergencias de criterios. El preso,
considerado como persona inteligente que había cultivado su intelecto con
lecturas variadas y no tan solo referidas al mundo de las leyes como es la
inclinación de la mayoría de los internos, sostenía como íntima convicción -la
misma que suelen tener los jueces al juzgar- que el mundo estaba equivocado.
Hablando de arrepentimiento, que es el argumento que más a mano tienen
los acusados por delitos graves y por lo general recomendado por los abogados
defensores, Carmona jamás reconoció haberlo sentido apoyando tal actitud en que
cuando cometió los delitos más graves, especialmente el asesinato de Gabriela
Ceppi, no estaba en sus cabales como consecuencia y efecto de su inclinación
por el consumo de drogas.
¿ARRANQUE
DE HONESTIDAD?
Es parte del imaginario popular considerar a cualquier condenado como
carente de todo escrúpulo o prurito, capaz de las mayores violaciones a la ley
y poseedor de un sentido de la impunidad que lo lleva a creerse insospechado.
Por eso debe ser, si escuchamos a los internos de cualquier penal, que
coinciden casi por unanimidad en sostener indefendibles inocencias
Es por eso también, posiblemente, que quienes nunca estuvieron viendo
transcurrir la vida desde atrás de las rejas, ignoren la existencia y el
respeto por los códigos no escritos del hampa, que suelen ser la garantía de
supervivencia dentro de una cárcel, en la relación con sus pares y con los
propios cancerberos a quienes se les encomendó desde el Estado la complicada
responsabilidad de ser garantes de la ley.
Hay a veces y en situaciones especiales, rasgos de altruismo, de
respeto, de solidaridad, lo que no significa que se pretenda maquillarles la
ferocidad ni disminuirles las responsabilidades por las que fueron juzgados y
condenados, sino la búsqueda de ese delgado espacio que separa a la bestia de
la persona.
A Roberto José Carmona, en sus tiempos de buena conducta dentro de la
vetusta Penitenciaría de Córdoba, cuando corría el año 2007, se le encomendó la
tarea rentada de fajinero para controlar el ingreso de mercadería y elementos
aplicados a la limpieza como escobas, hipoclorito, jabón, desinfectantes,
estropajos, etc. lo que lo mantenía ocupado y no tan cerca de su sempiterna
vocación de fuga. Hacía su trabajo a conciencia y satisfacción superior.
Todo caminaba a la perfección, hasta que un día pretendieron hacerle
firmar el ingreso de mucha mayor cantidad de hipoclorito que la que en realidad
le entregaban. Algunos memoriosos que prefieren que nadie evoque sus nombres, aún recuerdan que el preso se salió de sus
casillas, increpó duramente al empleado penitenciario que lo presionaba a consumar
esa maniobra deshonesta y como pretendieron forzarlo, le aplicó un puñetazo.
Carmona fue reducido, perdió su trabajo y por esas cosas inexplicables
que a veces tiene la burocracia carcelaria, lo trasladaron al pabellón de
máxima seguridad del penal de Bouwer, enclavado a unos 15 kilómetros de la
capital mediterránea. Y con relación a ese episodio, llama la atención pese a
transcurrir tanto tiempo, que esa agresión al empleado penitenciario no haya
sido judicializada, y el traslado de Carmona fue justificado no como sanción
disciplinaria, sino “por razones de seguridad”. Lo importante, de acuerdo con
lo que es fácil imaginar, era impedir la investigación de un delito, agravado
por el inédito detalle que tuviera a un condenado a perpetua, homicida casi
serial, como denunciante de un acto de corrupción.
G.F.
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