21 de febrero de 2018

“El que come sin trabajar es un ladrón” -------


ALGUNA VEZ DEBEMOS RECUPERAR LA
CULTURA Y LA DIGNIDAD DEL TRABAJO

Más allá de la masiva concurrencia al acto de Buenos Aires,
la pregunta es: ¿para qué sirvió?. Los discursos tuvieron un
tono de barricada, sin nada nuevo. Hugo Moyano trataba de
serenar a los exaltados que amenazaban con  parar el país.

   En mi transición de la niñez a la adolescencia, allá por los ‘50 del siglo pasado, me causaba al menos curiosidad que en los mitines peronistas callejeros pasaran lista a los empleados públicos que tenían la imposición de asistir, bajo apercibimiento de cesantía como eran los casos de mi Viejo, ecónomo de un hospital provincial y mi Vieja, empleada del por entonces Consejo de Higiene. Esa impresión se fue transformando en dudas y luego en desilusión cuando después de mediados del ’52 a mi tío Antonio lo echaron de Agua y Energía -construcción del dique Los Molinos- por no ponerse el luto obligatorio tras la muerte de la Abanderada de los Humildes y por definirse del lado de la Iglesia cuando “el Potro” rompía las relaciones, pese a que Antonio tenía esposa ¡y nueve hijos menores!.
   Lo más probable es que ya a la altura de estas primeras líneas se piense en una actitud propia del “gorilismo” aunque debo desengañarlos por cuanto se trata simplemente de historia y de memoria y en defensa de la verdad desafío a cualquiera -menos a los “tocadores de oído”- a debatir seria y respetuosamente el tema.  
   Después vino lo conocido como la legalización de necesarias y postergadas conquistas obreras, el fortalecimiento del poder sindical, su metamorfosis lógica en columna vertebral del peronismo, los primeros síntomas de vocación por la perpetuidad de varios dirigentes, su posterior y mágica transformación en prósperos empresarios y su alucinante velocidad para instaurar un populismo que les asegurara  permanencia por aquello de las lealtades a la causa y “la vida por Perón” encarnado en el trampolín a la política y a las bancas legislativas que significaba la incorporación mediante la demagogia y las urnas de cuestionados personajes “beneficiados” con cualquier cargo dirigencial dentro del gremialismo.
   Todo el arco ideológico aprovechó el viento a favor y hasta la izquierda se disfrazó de peronista por más que las raíces del movimiento se remontaran al fascismo de Franco y de Mussolini.
   Y así a la par de auténticos y sacrificados luchadores obreros crecieron los otros, las
lacras hasta con ciertos niveles de analfabetismo, poseedores de encendidas arengas y fáciles promesas hasta que fortalecieron una corporación “de auto impunidad” con la que arrasaron con muchas ilusiones, necesidades y reclamos de las bases.
   Y allí están los ahora poderosos poseedores de cuantiosos bienes, muchos a nombre de testaferros, radicados en paraísos fiscales o “encanutados” a buen resguardo de la ley y en muchos casos de la voracidad y la envidia de sus pares. Para la permanencia en la conducción se instrumentan verdaderos ejércitos de militantes rentados que se mezclan con barras bravas del fútbol, con el narcotráfico y con otros círculos que les aportan un relativo anonimato y hasta hace poco, la protección mafiosa a sus actividades al margen de la legalidad.
   Todas estas consideraciones sirven para basamentar la causa más lógica y previsible de la muerte de aquel orgullo que significaba la dignidad del trabajo, del esfuerzo, del sacrificio…
  
Cuando el populismo destrozó esos valores y desde los sectores menos contaminados con esas prácticas se pretendió recuperar esa cultura, lógicamente la reacción fue desmedida sin que importaran los métodos aplicados: la pérdida de vidas, los cierres de empresas, la destrucción de la familia, la prepotencia urbana, el vandalismo y la dispersión ideológica del poderoso movimiento obrero. Era como una lucha por la supervivencia del más recio; del más pícaro, del más áspero, del que ofrecía mayores mejoras con el menor esfuerzo, santificando esa otra cultura, la de la vagancia alentada desde el propio poder político con su festival de subsidios y becas sin contraprestación laboral, amparadas en la mentira de incorporarlas a las estadísticas como fuerza productiva buscando así maquillar la creciente desocupación.
   Poco cuesta acostumbrarse a la bonanza en la práctica y goce del atractivo alpedismo,
tanto como debe doler la proximidad de una necesaria rendición de cuentas a sus bases auténticas y a la decencia que debe distinguir a la dirigencia sindical. Y más aún cuando esa señora de la balanza y los ojos vendados -aunque a veces algo se le corra el velo- es lo que convoca casi con el látigo en la otra mano.
   La alergia a los barrotes (patología últimamente de moda en ciertos círculos políticos, gremiales y empresariales) suele tener como ahora se advierte, su reacción encarnada en coacciones, paralizaciones, daños patrimoniales, despojo de muchos derechos a la sociedad, todo lo que aporta al panorama un fondo mafioso que los argentinos no merecemos. Y en este punto evoquemos la figura de Saúl Ubaldini, precursor de tantos paros seriales contra la democracia, que de nada sirvieron salvo para sumirnos más al fondo de nuestro drama nacional.
   El pueblo está cansado que pretendan llevarlo de sus narices al abismo por una banda de forajidos que se atrincheran muchos en sus fueros y otros en sus jerarquías gremiales. Alguna vez entendamos y coincidamos en que al país lo sacaremos adelante trabajando y dignificando el valor del sacrificio en lugar de sumarnos a los energúmenos del “esfuerzo cero” que desde sus apoltronados despachos o desde alguna remota playa empujan a una lucha estéril en la que perderemos todos, porque ni siquiera ellos ganarán porque al ponerse en acción los resguardos de la ley en democracia, ofrendarán lo más sagrado que puede ansiar el ser humano que es su libertad.
   Tanto palabrerío que bien puede resumirse como se sintetiza en el título pero que es mejor recordar completo, la sentencia que tiempo atrás divulgara el Mahatma Gandhi: “Dios ha creado al hombre para que gane su sustento trabajando. Ha dicho que aquel que come sin trabajar es un ladrón”.
   Cuando lo ideal es construir más escuelas, levantar fábricas y estimular industrias, la realidad nos está empujando a pensar que serán más necesarias las cárceles.
Gonio Ferrari

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