ALGUNA VEZ DEBEMOS RECUPERAR LA
CULTURA Y LA DIGNIDAD DEL TRABAJO
Más allá de la masiva concurrencia al acto de Buenos
Aires,
la pregunta es: ¿para qué sirvió?. Los discursos
tuvieron un
tono de barricada, sin nada nuevo. Hugo Moyano trataba
de
serenar a los exaltados que amenazaban con parar el país.
En mi transición de la niñez a la
adolescencia, allá por los ‘50 del siglo pasado, me causaba al menos curiosidad
que en los mitines peronistas callejeros pasaran lista a los empleados públicos
que tenían la imposición de asistir, bajo apercibimiento de cesantía como eran
los casos de mi Viejo, ecónomo de un hospital provincial y mi Vieja, empleada
del por entonces Consejo de Higiene. Esa impresión se fue transformando en
dudas y luego en desilusión cuando después de mediados del ’52 a mi tío Antonio
lo echaron de Agua y Energía -construcción del dique Los Molinos- por no
ponerse el luto obligatorio tras la muerte de la Abanderada de los Humildes y
por definirse del lado de la Iglesia cuando “el Potro” rompía las relaciones,
pese a que Antonio tenía esposa ¡y nueve hijos menores!.
Lo más probable es que ya a la altura de
estas primeras líneas se piense en una actitud propia del “gorilismo” aunque
debo desengañarlos por cuanto se trata simplemente de historia y de memoria y
en defensa de la verdad desafío a cualquiera -menos a los “tocadores de oído”-
a debatir seria y respetuosamente el tema.
Después vino lo conocido como la legalización de necesarias y
postergadas conquistas obreras, el fortalecimiento del poder sindical, su
metamorfosis lógica en columna vertebral del peronismo, los primeros síntomas
de vocación por la perpetuidad de varios dirigentes, su posterior y mágica transformación
en prósperos empresarios y su alucinante velocidad para instaurar un populismo
que les asegurara permanencia por
aquello de las lealtades a la causa y “la vida por Perón” encarnado en el
trampolín a la política y a las bancas legislativas que significaba la
incorporación mediante la demagogia y las urnas de cuestionados personajes
“beneficiados” con cualquier cargo dirigencial dentro del gremialismo.
Todo el arco ideológico
aprovechó el viento a favor y hasta la izquierda se disfrazó de peronista por
más que las raíces del movimiento se remontaran al fascismo de Franco y de
Mussolini.
Y así a la par de auténticos y
sacrificados luchadores obreros crecieron los otros, las
lacras hasta con
ciertos niveles de analfabetismo, poseedores de encendidas arengas y fáciles
promesas hasta que fortalecieron una corporación “de auto impunidad” con la que
arrasaron con muchas ilusiones, necesidades y reclamos de las bases.
Y allí están los ahora
poderosos poseedores de cuantiosos bienes, muchos a nombre de testaferros,
radicados en paraísos fiscales o “encanutados” a buen resguardo de la ley y en
muchos casos de la voracidad y la envidia de sus pares. Para la permanencia en
la conducción se instrumentan verdaderos ejércitos de militantes rentados que
se mezclan con barras bravas del fútbol, con el narcotráfico y con otros
círculos que les aportan un relativo anonimato y hasta hace poco, la protección
mafiosa a sus actividades al margen de la legalidad.
Todas estas consideraciones
sirven para basamentar la causa más lógica y previsible de la muerte de aquel
orgullo que significaba la dignidad del trabajo, del esfuerzo, del sacrificio…
Poco cuesta acostumbrarse a la
bonanza en la práctica y goce del atractivo alpedismo,
tanto como debe doler la
proximidad de una necesaria rendición de cuentas a sus bases auténticas y a la
decencia que debe distinguir a la dirigencia sindical. Y más aún cuando esa
señora de la balanza y los ojos vendados -aunque a veces algo se le corra el
velo- es lo que convoca casi con el látigo en la otra mano.
La alergia a los barrotes
(patología últimamente de moda en ciertos círculos políticos, gremiales y
empresariales) suele tener como ahora se advierte, su reacción encarnada en
coacciones, paralizaciones, daños patrimoniales, despojo de muchos derechos a
la sociedad, todo lo que aporta al panorama un fondo mafioso que los argentinos
no merecemos. Y en este punto evoquemos la figura de Saúl Ubaldini, precursor
de tantos paros seriales contra la democracia, que de nada sirvieron salvo para
sumirnos más al fondo de nuestro drama nacional.
El pueblo está cansado que
pretendan llevarlo de sus narices al abismo por una banda de forajidos que se
atrincheran muchos en sus fueros y otros en sus jerarquías gremiales. Alguna
vez entendamos y coincidamos en que al país lo sacaremos adelante trabajando y
dignificando el valor del sacrificio en lugar de sumarnos a los energúmenos del
“esfuerzo cero” que desde sus apoltronados despachos o desde alguna remota
playa empujan a una lucha estéril en la que perderemos todos, porque ni
siquiera ellos ganarán porque al ponerse en acción los resguardos de la ley en democracia,
ofrendarán lo más sagrado que puede ansiar el ser humano que es su libertad.
Tanto palabrerío que bien puede
resumirse como se sintetiza en el título pero que es mejor recordar completo,
la sentencia que tiempo atrás divulgara el Mahatma Gandhi: “Dios ha creado al
hombre para que gane su sustento trabajando. Ha dicho que aquel que come sin
trabajar es un ladrón”.
Cuando lo ideal es construir más
escuelas, levantar fábricas y estimular industrias, la realidad nos está
empujando a pensar que serán más necesarias las cárceles.
Gonio Ferrari
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