DE SER LA SEGUNDA MAMÁ, FRENTE A
NUESTRO ESTALLIDO HORMONAL
ERA
YA UN TEMPRANO OBJETO DEL DESEO
¡Cuánto
se extraña aquella nube de tiza que
nos
envolvía cuando borrábamos el pizarrón!
Me atropella una desbandada de recuerdos que
no vienen en fila sino desordenados y caóticos como son estos tiempos, cada vez
que busco en los rincones de la memoria aquellas aulas en donde ahora es el
shopping Patio Olmos y la solemnidad salesiana del Pio Décimo.
Por entonces nuestra maestra era la segunda
mamá, al menos hasta primero superior y de tercero a quinto grado pasaba a ser
la totalidad de la ciencia y el conocimiento, que se espantaba con los horrores
de ortografía y la ignorancia que al menos en mi caso lucía -y aún conservo-
para los números, repudiados por no aportar sorpresas y ser tan
insobornablemente exactos.
Los intrincados tiempos de los verbos eran
causantes tanto de cefaleas y morriñas como de posteriores reprimendas,
penitencias o al volver a casa, el temible y doloroso reinado de la chancleta.
Ya en sexto, no era la segunda mamá, pero sí
la peor de nuestras censoras, la que nos convencía que el Everest era más alto
que el Cerro de las Rosas, y que San Martín, lesionado y con su ejército, había
cruzado los Andes.
Y la maestra, frente a nuestra
preadolescente explosión hormonal, maravillosamente se transformaba y no me
avergüenzo en confesarlo, en un precoz y sorpresivo objeto de deseo.
Por eso no olvido mis primeros viajes
imaginarios a geográficas lejanías, la
importancia del Pi 3,1416 o aquella utopía de las frases que según la
edulcorada historia, habían pronunciado nuestros próceres al morir.
Pero también recuerdo con envidiable y
detallada fijación las esculturales y torneadas piernas de Marta Ceballos, la
ternura y los ojazos de Perla Grimaut de Milich, siempre lúcida, que nos dejó
meses atrás pisando elegantemente el umbral de la centuria.
También es gracioso evocar el fervor etílico
y las narices color borravino de un par de maestros que tenía en los
salesianos.
Y ahora valoro más allá del obvio ejemplo
sarmientino, el sacrificio y el compromiso de la vocación por enseñar, al menos
en aquellos tiempos que la maestra era modelo de autoridad a seguir y respetar,
más que compinche para las diabluras o las inconductas de sus alumnos.
Que educaba, formaba y se llevaba tareas a
su casa.
Que nos instruía para el aula y para la vida
en sociedad, y no como ahora que por
imposición de circunstancias son cocineras, confidentes, enfermeras, asesoras
de sexo y administrativas.
Por eso mi homenaje en el cálido recuerdo,
no tan solo a quienes con su sentido de la generosa entrega tuvieron la dura
tarea de intentar desburrarme, sino a las que con infinito cariño me marcaron
un camino de decencia, de honestidad, de respeto, de la cultura del trabajo y
de compromiso con el prójimo.
Aquellas lejanas maestras, mis maestras,
siguen siendo iguales a las maestras de hoy, con los cambios que sobrevinieron
con la avasallante llegada del progreso en las comunicaciones.
Si hablamos de vocación, cada maestra
-urbana, marginal o rural- sabe a conciencia y con saldo positivo cuál es la
cuota de sabiduría y amor que ha puesto al servicio de sus alumnos.

Mi admiración, mi respeto y mi enorme cariño
por ellas, al igual que el patriótico e ineludible reconocimiento en el tiempo
y la distancia al gigantesco Domingo Faustino Sarmiento, el Gran Sanjuanino…
Y me asalta la obligación y el placer de
brindar por las maestras de ahora y por las otras, las que quedaron allá,
almanaques atrás pero muy presentes en la nostalgia y atesoradas en un rincón
de mi alma del niño que fue alumno.
Una lágrima para las ya no están.
Admiración y respeto para las que jamás
dejaron de educar…
Gonio
Ferrari
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado