UN MÉTODO INFALIBLE BASADO
EN AUTOESTIMA Y ARITMÉTICA
Antes que nada debo confesar, sin ninguna
presunción ni soberbia, que soy un tipo de inteligencia estándar como para
darme cuenta de ciertas situaciones críticas que a veces nos afectan, pero que
eso que le llaman vicio no permite que uno las asuma como tales lo mismo que a
sus eventuales consecuencias.
Hace unos años -era el tercer día de
aburrimiento durante un temporal de viento y lluvia- me puse en la matemática
tarea de hacer números sumando lo que había gastado en cigarrillos durante el
tiempo que transcurriera desde 1955 hasta el 1985, o sean 30 años a razón de
cuatro ¡4! etiquetas de Benson & Hedges (“caro pero el mejor” decía su
propaganda) por día llevando el gasto a una necesaria y comparativa
actualización del precio al día de hoy.

Hago un paréntesis: en forma paralela una
década o un poquito más posteriormente, mirándome los dedos índice y medio de
la mano derecha y los bigotes amarillos por efectos del humo del alquitrán,
llegué a la dolorosa convicción que me estaba suicidando y para colmo pagando
demasiado caro para llegar a ese final que en la plenitud de mi vida y mi
carrera profesional me parecía una soberana estupidez, por no usar el término
“boludez”.
Y al descartar esa posibilidad de llegar
hasta el lento pero implacable suicidio, entendí que mi autoestima me obligaba dulce
pero enérgicamente a quererme un poquito, evaluar la dichosa situación
familiar, el placer de tener amigos; el sano vicio de jugar al rugby en 1ª
división, los progresos laborales y la delicia de no toser; de no molestar al
prójimo, de dejar dormir…

Y una mañana en el bar que estaba en la
esquina de Colón y Rivera Indarte cumpliendo el ritual del café junto al
querido amigo el camarógrafo Héctor “Nito” Negrito, vio con asombro que pasé
por dos o tres mesas y empecé a regalar etiquetas de cigarrillos y dos o tres encendedores
y me preguntó “¿te volviste loco”? y se sumó un par de minutos después a la
pléyade de quienes no creían en mi redención antinicotínica.
Después de aquello me tocó pasar por
numerosas situaciones críticas: motines, terribles accidentes, represión en
manifestaciones, los años duros de los ’70, acompañar a colegas extranjeros que
habían acordado reportajes con figuras políticas y sindicales en la
clandestinidad, inundaciones, terremotos y lo peor, la cobertura final de
“Tormenta del desierto”, invasión de Irak a Kuwait y otros conflictos armados.
Nunca, debo confesarlo ahora, que después de
cada uno de esos hechos y cuando ya estando en lugar seguro se alejaba ese indomable
temblor en las rodillas que vulgar pero acertadamente se llama cagazo, encendí
un cigarrillo y ni siquiera “hice una seca” que descomprimiera tanto espanto
concentrado en pocos minutos.
Y así fue que pude confirmar hacia adentro
que era un tipo inteligente porque en base a autoestima, instinto de
conservación y posición mentalmente antisuicida, había dominado el vicio de
fumar.

Y no cuento fósforos, encendedores,
tusígenos, etc.
Una cupé Mercedes Benz 200, joya, hoy sale
más barata.
Me fumé un Mercedes Benz y aunque no lo
tenga, aún estoy vivo.
Gonio Ferrari
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