7 de junio de 2024

Hoy es el Día del Periodista

LA  PROFESIÓN MÁS INVADIDA  QUE  TAMBIÉN
TIENE DERECHO A FESTEJAR EN HERMANDAD
 
   Este viernes se conmemora el Día del Periodista, instituido en recordación de un nuevo aniversario de la aparición de La Gazeta de Buenos Ayres, inspirada por Mariano Moreno, primera expresión criolla de acuñar ideas en libertad, con el nacimiento de la Patria. No son muichos los que conocen que la institución de esta fecha surgió en Córdoba durante el gobierno de Amadeo Sabattini, cuando en 1938 deliberó aquí el Primer Congreso Nacional de Periodistas, en cuyo seno nació esa iniciativa. Para quienes no lo sepan, es bueno anoticiarlos que un periodista es el hilo conductor entre el suceso y su estado público. 
   El periodista de raza no es fiscal, defensor, juez ni verdugo y solo muestra una realidad, a veces descarnada, que no puede modificar y es asimismo un inductor de la toma de conciencia y orientador de opiniones; es quien hurga e indaga; es quien parte de la crítica para ayudar a construir. 
   Pero no son todas delicias las que jalonan la vida del periodista, al menos de aquellos amantes de la libertad. Son las primeras víctimas de los autoritarios, de los dictadores y de aquellos que los someten a barrotes o a mordazas y muchas veces son destinatarios de presiones de conciencia. Son -somos-también víctimas, en los conflictos armados que nos muestran actuando en el frente, junto al máximo peligro.
   Entre nosotros, la libertad de expresión no es ni ha sido la graciosa concesión de ningún gobierno, sino el respeto hacia el ejercicio de la tarea periodística al amparo de la Constitución, de las leyes y del sentido ético.
 Los periodistas de ley no necesitamos que nadie nos indique lo que debemos decir o nos impongan lo que debemos callar y menos todavía aquella pretensión no tan lejana de intentar enseñarnos a pensar, porque tenemos pensamiento y criterio propios, siempre que por la pauta publicitaria o por conservar el puesto no vendamos nuestra honestidad.
    Los periodistas sabemos que mientras impere el respeto a los preceptos básicos, y el pensar distinto no nos transforme en enemigos, no habrá sombras que perturben la certeza absoluta de libertad.
Una libertad que no necesita padrinos ni leyes que la regulen, la condicionen o la impongan, porque el único reaseguro de gozarla radica en el simple e innegociable respeto por la Constitución y todo lo demás es inútil y disociante pirotecnia.
   Bien sabemos los periodistas, que formamos parte de una profesión casi salvajemente invadida. Invadida por médicos, deportistas, curas, rabinos, vedettes, manosantas, dietistas, funcionarios, actores, actrices, travestis, pitonisas, empresarios, modelos, abogados, economistas, corredores de autos, políticos en decadencia o cocineros. Son ellos, los invasores, los que reivindican la vigencia discepoleana de la biblia junto al calefón. 
  Porque la base moral y profesional es el mejor reaseguro para edificar desde allí la honestidad de informar, de opinar, de criticar o de aplaudir. Solamente quienes la poseen se sienten libres y están en condiciones de transmitir esa convicción de libertad que se fortalece día a día, solo en la fragua del trabajo y no en las filas de los partidos políticos, o en ese patético engendro que fue dado en llamar periodismo militante, de donde surgió el falso profesionalismo solamente interesado y fogoneado para imponer autoritariamente su ideología y el discurso único, por encima del sano equilibrio y del saludable disenso.
    En este día, vale la pena recurrir al archivo para reiterar una posición formal con respecto a lo que íntimamente siento como periodista. A toda persona que ejerce el periodismo pero tiene colgado en alguna pared el diploma que lo acredita como tal que le fuera entregado en una solemne ceremonia académica y social, le asiste el legítimo derecho al orgullo de haber plasmado una vocación o una meta vital.
   Pero estamos los otros, los que abrazamos si, una fuerte propensión a informar, a analizar, a dar a conocer lo oculto, encubierto o ignorado sin pensar en la notoriedad o en la fama propia ni con delirios de marquesinas ni tumultos callejeros por firmar autógrafos. Somos -y descaradamente lo confieso- los que sin estudiar estilos, poses, silencios o elegir ropa de última moda, el mejor peinado y más cinematográfico maquillaje, nos lanzamos a esta cotidiana aventura de sentirnos útiles a la sociedad.
   Muchos somos el resultado -o la consecuencia- de habernos iniciado en esta atrapante pasión a mediados del pasado siglo, cuando el periodismo no se estudiaba sino que se
ejercía por vocación y compromiso.
   Somos -porque en verdad no somos pocos- los que hacemos periodismo procurando las reacciones hacia afuera, hacia la gente y no hacia adentro como parte de esas sórdidas batallas mediáticas internas que desgastan a la persona humana y pretenden transformarnos en objeto negociable.
   Venimos del tiempo en que el ejercicio de esta maravillosa actividad nació como una adicción; como un vicio porque escribíamos o hablábamos desde el alma, sin antes hacer pasar la opinión por los bolsillos, en una actitud más emparentada con lo romántico que con el compromiso laboral que era dentro de todo prolijamente respetado.
   No deja de ser una piadosa mentira eso de la vieja bohemia, de las cabareteras trasnochadas al fiado o las interminables y amanecidas cafeteadas, sino una verdad de aquellos tiempos en que el periodismo era casi hermano de la literatura y no una parte esencial del marketinero divismo actual.  
   Somos de los tiempos del archivo, de la memoria, de recorrer bibliotecas y de andar las calles en el diario sacrificio de informar; de aquellos ayeres de vigilias y de temores, a diferencia de algunas jóvenes generaciones más hijas de Google y de las “redes sociales” que del esfuerzo.  
   Es por eso seguramente y no porque tenga vocación de eternidad que más allá del diploma, prefiera esforzarme cada día en ser periodista.   
   Renueva entonces su vigencia la cita del genial Goethe, cuando sostuvo que “Solo es digno de libertad aquel que sabe conquistarla cada día”. Quienes nos sentimos como periodistas, salvajemente libres, lo compartimos plenamente.
   Los periodistas comprometidos -todos menos aquellos a los que prefiero ignorar- que hacemos lo nuestro como un mimo para el espíritu y un virtuoso desenfreno para la propia intimidad, sabemos que nunca se llega a la meta y la desaparecida colega Oriana Fallaci definía magistralmente esa actitud: “Yo quiero caminar, no quiero llegar. Llegar es morir”.

                                    Gonio Ferrari

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