EL VALOR, EL ENCANTO, LA OBLIGACIÓN Y
LA CONVENIENCIA DE QUEDARSE EN CASA
“Sólo quien
ama su hogar, ama
también a su Patria. (Coleridge)
¿Por qué será que aunque se repita y se
repita, aunque sea parte de lo cotidiano, siempre nos provoca la misma
sensación de amparo y protección, eso de volver a casa? Es que respetamos
aquello que “lo maravilloso no es que ella nos abrigue, nos caliente ni que uno
sea dueño de sus muros sino que haya depositado lentamente en nosotros estas
provisiones de dulzura; que ella forme en el fondo del corazón ese macizo
oscuro en el cual nacen los sueños como aguas de manantial”, de acuerdo con
expresiones de Saint Exupery.
La dinámica actual puede que haya modificado
la forma de vivir, pero de ninguna manera las bases de tal sentimiento
incorporado a la forma de ser que tenemos, adhiriendo a la visión poética que
Lope de Vega supiera inmortalizar en uno de sus escritos al sostener “Dichoso
el que vive y muere en su casa, que en su casa hasta los pobres son reyes”.
Y es una verdad incuestionable porque el
dueño de casa es dueño de sus rincones, de sus rejillas, de sus muros con
humedad o rajaduras, del patio de tierra o de la terraza, madre de muchas
curiosidades e indiscreciones vecinales.
Las exigencias sumadas al vértigo de los
tiempos que vivimos llevaron a la casa a transformarse en dormidero, en lugar
de paso, en cama fugaz y transitoria, en sentirse cada vez más visitante que
propietario porque en la mayoría de los casos ya ni el domingo es un ancla
hogareña porque se opta por la salida a cualquier lugar por encima de la
atadura de esas paredes cargadas de memorias y muchas veces de gritos y de
silencios.
Objetivamente evaluado, en la casa siempre,
siempre hay algo que hacerle llámese terminar con el agobiante goteo de una
canilla cambiándole el cuerito, aceitar una cerradura, variar de posición los
muebles de la sala, limpiar los espejos, barnizar alguna puerta, pintar las
sillas u otras imprescindibles tonteras.
Nada mejor que quedarse en casa en legítima
defensa contra un poderoso enemigo.
Porque si todos nos quedamos en casa como
celosos guardianes, ese mortífero invasor no tendrá a quién visitar y menos aún
donde quedarse…
Quédese en su casa. No salga.
Lávese con frecuencia las manos y los brazos
hasta los codos simplemente con agua y jabón.
No aísle a sus mascotas porque son inocentes
y no representan peligro de portación, según sostienen los entendidos.
Si tiene chicos miren películas, jueguen al
ajedrez, al chinchón, al truco, a la escoba, al póker, a la canasta, al mus, al
solitario, al ta-te-ti, al ludo o a las escondidas incluyendo la maña de
utilizar los placares, las alacenas o debajo de las camas, u opten por caminar
en círculos por el patio. Cuenten cuentos. Inventen juegos, fabriquen
rompecabezas, lean revistas y diarios viejos o peléense por cualquier pavada de
esas que nunca faltan.
En el equipo de audio o en cualquier celu
pongan buena música rítmica y hagan gimnasia hasta cansarse, que es una buena
sensación si sirve para dominar eso tan terrible que son el miedo y la ansiedad.
Ella que se lave, decolore y tiña el pelo
mientras él se afeita la barba dejándose el bigote…
Seguramente algo o mucho tienen para hacer
allí, que por ahora y por varios días es su templo sagrado; su íntimo universo.
Y si es casado, “empalomado”, soltero o con
pareja conviviente, ¿necesita que alguien le diga todo lo que puede hacer?
Haga lo que haga, tómelo en serio y ¡quédese
en su casa!
Ese es su reinado.
No abdique. No abandone el trono
Evite ser consecuencia insalvable de su
propia irresponsabilidad y absoluta falta de imaginación y creatividad.
Gonio Ferrari
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