Los gobiernos de la prepotencia, del
sojuzgamiento y del desprecio por la libertad, apoyaron siempre su repudiable
estilo en la instauración del miedo; del miedo a reunirse, del miedo a opinar,
del miedo a pensar, del miedo a no ser carne de rebaño, del miedo a ser libres e
incluso del miedo a ser íntimamente feliz.
En los más penosos tramos de nuestra
historia reciente los miedos fueron protagonistas casi excluyentes que nos
anularon la personalidad, la sociabilidad y llevaron al tenebroso reino de las
dudas algo tan sagrado como lo ha sido siempre la amistad. ¿Se acuerdan cuando
tratábamos de no saber, por miedo, cómo pensaban los amigos?
Las mordazas y los silencios impuestos a
sangre, tortura y muerte mutaron nuestra rebeldía en supervivencia y la
valentía en temores, angustias y mutismos que derrumbaban el recóndito
estruendo de nuestros pensamientos e ideologías. El poder del terror nos hizo
distintos y el fuego sagrado tuvo un indigno destino de freezer.
La desconfianza pasó a ser primera actriz y
el recelo su amante inseparable.
Los sicólogos y los sociólogos pueden tener
sus posturas académicas, pero tengo la convicción que cada miedo es celoso
dueño de su impronta; de su sello personal que lo transforma en único.
Ayer,
anoche y esta madrugada tuve miedo, el miedo atroz a saberme solo en la soledad
del abandono por la injuria del desgobierno.
Somos prisioneros del más atávico y horrendo
de los miedos: el miedo a la soledad.
Porque aunque vociferen un discurso que ni
ellos creen, la verdad fue que la
Nación y la
Provincia nos dejaron solos, indefensos y desamparados porque
para ellos era más importante -y lo sigue siendo- la miseria política de su
ciega y demencial lucha por espacios y por poder.
Serán las urnas, en su momento seguramente,
las que le pondrán precio a esa egoísta, desalmada y mezquina actitud.
GONIO FERRARI
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