Si
tuviera que hacer un retrato de Wally, diría que es un tipo más
bien reservado, a veces ciclotímico, que está por encima del medio
siglo de vida, una vida con alegrías y penurias; con amores y con
adioses. Wally, pese a todo, es un adicto al trabajo; un fervoroso
laburante que ha ganado cientos de batallas en esta larga guerra que
es su natural e inmodificable manera de ver pasar los años.
Sus
vecinos lo querían y lo quieren por lo servicial, siempre dispuesto
a dar una mano
En
el barrio, más que amores pasajeros o relaciones tipo delivery, no
se le conocían a este ex joven madurado a cascotazos, escritor
vocacional, amante de la buena cocina y de las eternas conversaciones
políticas. Se iba y volvía a su trabajo caminando, siempre a horas
intempestivas porque los horarios rígidos no eran parte de su
personalidad de hombre libre, sin yugos ni ataduras.
Uno
de sus alimentos más deseados era la música y el otro una rareza no
tan curiosa: los ojos de las mujeres. Los ojos de cualquier color,
pero que fueran expresivos, frescos y accesibles a su manía, cercana
al delirio, de escuchar las miradas.
Porque
Wally tenía y aún conserva intacta una excelsa capacidad
perceptiva que le permite oír colores, mirar música y tocar lo
inaccesible. Y nunca falta quien ponga a prueba tantas virtudes.
Wally
es un tímido no asumido, apasionado por el trabajo, que tiene como
-llamémosle entretenimientos- encerrarse en la música y otear en
los ojos de las mujeres.
Me
supo comentar meses atrás que aunque nadie le creyera, tenía el
privilegio de escuchar las miradas.
Era
una especie de melodía que lo invadía desde algún iris cercano y
hasta se permitía y aún se permite el lujo de saber si esa mirada
es natural o cosmética. El brillo especial no te engaña; las
lentejuelas son artificiales y suele ser solo un instante mágico el
que te hace llegar ese luminoso mensaje hasta el alma, me dijo un
día mientras caminábamos por una vereda de la Cañada.
Las
miradas azules me transmiten paz, las verdes erotismo, las negras un
cúmulo de misterios … me decía entusiasmado.
Y
cada mirada tiene su música.
Me
mira Vivaldi, me mira Bach, me mira Wagner, me mira Beethoven, me
mira Grieg o me mira Mozart.
Todas
las miradas, me dijo antes de darnos un abrazo y cada uno seguir su
camino, tienen la pirotecnia del estallido en algunos casos o de la
mansedumbre en otros… Wally tenía razón y me dejó tan pensativo
que casi me atropella un auto al cruzar la calle.
Wally
jamás dejó de ser un tipo sencillo, emprendedor, fanático del arte
en general e inveterado cultor de la música que irradian los ojos de
las mujeres.
Buscando
temas de Vivaldi los encontraba en los ojos azules o a Beethoven en
los verdes.
Pero
aquella vez, pleno abril y en la calle guareciéndose de la lluvia en
un umbral mientras esperaba el ómnibus porque no estaba como para
volverse caminando, Wally vio a Mozart.
Bah…
lo vio es un decir, porque escuchó un Mozart dibujado en el
despreocupado murmullo de una flaquita con piernas largas y pollera
corta, que se apoyaba en el hombro de un muchachito adolescente.
El
ómnibus por supuesto demoraba, mientras la pieza de Mozart seguía
penetrándole en el alma. Hasta que en un movimiento lógico, en la
estrechez de la vereda descuidada se enfrentó con Mozart y con
aquellos ojos increíbles.
Tenían
el color único e inimitable de la miel, con un tornasol de mínimos
espejos y mostacillas doradas.
Era
el color de Mozart; de su música; de su juventud; de su enorme
talento creativo.
¿Saben
lo que es la desesperación por hablar con alguien, que parece que te
está esperando, cuando justo llega el ómnibus y no hay cómo
acercarse y cruzar un par de palabras?
Pobre
Wally …
La
lluvia y el desencanto lo llevaron a sospechar y esperanzarse que
inexorablemente dentro de siete días y en la misma parada, algo
sucedería para cambiarle la vida …
Los
días eternos de aquel otoño pasaron y justo una semana después de
mirar esos ojazos y percibir en ellos a Mozart, Wally, el curioso y
romántico espécimen que escuchaba música en los ojos de las
mujeres, la volvió a ver.
En
el mismo lugar, en la misma parada, con el mismo muchachito que la
acompañaba estaba ella, la pollera un poquito más larga y las
piernas tan bonitas como las soñara durante esos siete días.
No
esperó que llegara el ómnibus y venciendo su timidez casi de jardín
de infantes, Wally se animó a preguntarle, como al pasar y con la
boba dimensión de un susurro, si le gustaba Mozart. Sorprendida,
ella le dijo que si, que era su predilecto, que la acompañaba desde
niña y se había transformado en la luz de sus penumbras.
El,
ya enamorado hasta la médula, recién cayó en cuenta que Mozart era
toda la luz que esos ojos condenados al eclipse no tenían.
Por
eso, desde entonces, buscó la manera de hacerle sentir lo que más
amaba, cada vez que pudiera y de las formas más inimaginables.
Por
siempre le arrimaría los destellos radiantes de Mozart para que sus
ojos, esos ojos de increíble color miel, escucharan la luz.
Cuando
me lo contó, la historia me pareció de novela.
Sobre
todo, porque hace más de cinco años que ellos están juntos y
caminan la vida canturreando Mozart.
Gonio
Ferrari
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