recuerdos con la realidad que vivimos.Y aunque no
es romántico, la convocatoria a ese sano regreso al
ayer, tiene la simpleza de mezclar harina con agua.
Cada agosto llegaba el tiempo del barrilete, cuando años atrás soltábamos al viento esas ilusiones de papel, caña y trapos encargadas de llevar mensajes a utópicos e inexplorados destinos de cielo.
El cartero era ese juguete casero que manos pródigas en algunos casos y solo entusiastas en otros le daban la forma de un medio mundo, una estrella con bramadores, un cuadrado con flecos o un nervioso papagayo.
Y uno de los insumos fundamentales era el imprescindible engrudo porque por entonces esperábamos -y fue en vano- que alguien inventara la plasticola, la gotita, la voligoma u otros pegamentos que ahora nos hacen más placentera y menos complicada la tarea.
Ese engrudo, mezcla con chirle consistencia de un puñado de harina con agua, era el que a escala casi industrial utilizaban los pegadores de afiches partidarios para cubrir paredes, tapias, muros, columnas, verjas y toda otra superficie que estuviera libre porque a nadie se le ocurría tapar cartelería ajena.
En aquellos tiempos en que se respetaban ciertos códigos de convivencia -a veces degradados por actitudes agresivas- existía el respeto de los acuerdos no escritos, pero que hacían a la lucha franca de posturas y plataformas por encima del funcionamiento de los actuales promesómetros que abjuraron de aquellas paredes y muros, para apropiarse de la televisión, la radio, las redes sociales y los “call centers”.
Es muy cierto que el progreso trae cambios pero por lo general uno ansía que sean para elevar nuestra calidad de vida, ofendida con demasiada frecuencia por la indiferencia del poder, la demagogia que no es privativa de algunos sino costumbre de todos y el sentido común que acompaña a la madurez de la sociedad.
La salvaje mediatización de las publicidades políticas precomiciales decretó la defunción no tan solo del engrudo sino del debate serio y honesto reemplazado ahora por el poco creíble monólogo, las notas “periodísticas” prolijamente facturadas y otros mecanismos de promoción emparentados con el asistencialismo, costumbre esta última que siempre tuvo vigencia pero jamás tan descarada como en la actualidad.
Nunca más un mitin o un multitudinario o modesto cierre de campaña.
Porque si la augusta y venerable confrontación de ideas que son el debate, la discusión, la contienda de proyectos o la polémica civilizada han caído derrotadas por el factor económico de las mayorías que a todo lo compra, es un síntoma de preocupante enfermedad cívica o lo que es peor, de resignación por parte de una sociedad cansada.
Es una pena cargada de nostalgias: ya casi no hay tantas paredes pegoteadas, usurpadas por el engrudo y los carteles encimados.
Como tampoco hay barriletes, ni siquiera en agosto.
Gonio Ferrari
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