UN JUSTO HOMENAJE A LA
MEMORIA Y AL SACRIFICIO DE
LOS MÁRTIRES DE CHICAGO
José Martí suscribió un vívido comentario que se
transformó en documento histórico, que el diario
“La Nación” hiciera público el 1 de enero de 1888
Uno de
los fragmentos más salientes por lo claro y descriptivo, merece ser tomado como
centro del histórico escrito: “Ni el miedo a las justicias sociales, ni la
simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis,
ni al que las narra.
Sólo
sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo,
la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores. No merece el
dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y crímenes por el
temor mujeril de parecer tibio en su defensa.
Ni
merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen
inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas
de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En
procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros de sus
sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro anarquistas que
sentenció Chicago a la horca, y el que por no morir en ella hizo estallar en su
propio cuerpo una bomba de dinamita que llevaba oculta en los rizos espesos de
su cabello de joven, su selvoso cabello castaño.
Acusados de autores o cómplices de la muerte
espantable de uno de los policías que, intimó la dispersión del concurso
reunido, para protestar contra la muerte de seis obreros, a manos de la
policía, en el ataque a la única fábrica que trabajaba a pesar de la huelga:
acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del
tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los
policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte a seis más y abrió en
otros cincuenta heridas graves, el juez, conforme al veredicto del jurado,
condenó a uno de los reos a quince años de penitenciaría y a pena de horca a
siete.
Jamás,
desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown murió como
criminal por intentar solo en Harper’s Ferry lo que como corona de gloria
intentó luego la nación precipitada por su bravura, hubo en los Estados Unidos
tal clamor e interés alrededor de un cadalso.
La
república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para que los
esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los presos, y
una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país iracundo,
no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía esenciales a su
mantenimiento.
Amedrentada
la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de
las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el
deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y
descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un
convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios
delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo
de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de
razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre
al crimen, junto con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a este
país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los
privilegios, en este proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e
hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos
males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora
miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal
ansia de remediarlos que les embotó el juicio.
Avergonzados
los unos y temerosos de la venganza bárbara los otros, acudieron, ya cuando el
carpintero ensamblaba las vigas del cadalso, a pedir merced al gobernador del
Estado, anciano flojo rendido a la súplica y a la lisonja de la casta rica que
le pedía que, aun a riesgo de su vida, salvara a la sociedad amenazada.
Tres
voces nada más habían osado hasta entonces interceder, fuera de sus defensores
de oficio y sus amigos naturales; por los que, so pretexto de una acusación
concreta que no llegó a probarse, so pretexto de haber procurado establecer el
reino del terror, morían victimas del terror social: Howells, el novelista
bostoniano que al mostrarse generoso sacrificó fama y amigos; Adler, el
pensador cauto y robusto que vislumbra en la pena de nuestro siglo el mundo
nuevo; y Train, un nomaníaco que vive en la plaza pública dando pan a los
pájaros y hablando con los niños.
Ya, en
danza horrible, murieron dando vueltas en el aire, embutidos en sayones
blancos.
Ya, sin
que haya más fuego en las estufas, ni mas pan en las despensas, ni más justicia
en el reparto social, ni más salvaguardia contra el hambre de los útiles, ni
más luz y esperanza para los tugurioa, ni mas bálsamo para todo lo que hierve y
padece, pusieron en un ataúd de nogal los pedazos mal juntos del que, creyendo
dar sublime ejemplo de amor a los hombres aventó su vida, con el arma que creyó
revelada para redimirlos. Esta república, por el culto desmedido a la riqueza,
ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad,
injusticia y violencia de los países monárquicos”
Y en la
parte final de esta joya literaria, José Martí decía: “Salen de sus celdas al
pasadizo angosto: ¿Bien?-“¡Bien!“; Se dan la mano, sonríen, crecen. “¡vamos!”
El médico les había dado estimulantes: a Spies y a Fischer les trajeron
vestidos nuevos; Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen
la sentencia a cada uno en su celda ; les sujetan las manos por la espalda con
esposas plateadas: les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero: les
echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una
mortaja blanca: ¡abajo la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del
cadalso como en un teatro! Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo
remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado de cada reo,
marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia
atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la
frente: Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la
sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda
detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo
con los talones. Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado,
cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la
trampa: las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.
Plegaria
es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso;
a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza
en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A
Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobre la cabeza,
como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de
Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento
que a los que lo oyen la entra en las carnes: “‘La voz que vais a sofocar será
más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.”
Fischer
dice, mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el momento más feliz de
mi vida!” “¡Hurra por la anarquía!” dice Engel, que había eatado moviendo bajo
el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. “¡Hombre y mujeres de mi
querida América...” empieza a decir Parsons. Una seña, un ruido, la trampa
cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando.
Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se balancea,
retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas,
muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la
marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco
de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas,
sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y al fin
expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”.
La nota
es más que extensa pero merece su lectura completa, para ayudarnos a comprender
que este 1 de mayo, igual que todos los 1 de mayo desde aquel sacrificio de
Chicago, es un día no para festejos, sino para reiterar un homenaje a la memoria
de aquellos trabajadores que ofrendaron sus vidas por indomable espíritu de
lucha y honda convicción.
Esos
son ejemplos.
Ellos
son símbolos.
Esos
mártires eran luchadores por muchas de las conquistas que luego se
universalizaron.
Para
ellos, la gloria de haberse transformado en ejemplos.
Gonio Ferrari
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