19 de mayo de 2020

Fracaso y retroceso


CONTROLES  RELAJADOS Y LA
ANSIEDAD  DE LA  GENTE, SON
CULPABLES  DEL PASO ATRÁS
 
   Es una verdad revelada eso de sostener que somos los más pícaros del mundo, creer que Dios es argentino y dar por sentado que somos dignos merecedores de la admiración universal y si así fuera la realidad, no andaríamos pidiendo siempre plazos para cumplir compromisos firmados, para respetar acuerdos o para que nos amplíen los plazos de pago.
   Arrancamos mal desde el principio negando la gravedad de la amenaza que se desencadenaría, por esa la ignorancia geográfica de suponer que China está demasiado lejos; después remendamos esa burrada igual a como lo hacemos en el fútbol después de errar un penal, intentamos apilar a cuatro defensores y luego patear al arco con el arquero desparramado en las 18, pero la tiramos afuera.
   Ese otro error, más imperdonable que el primero en el caso de la pandemia, por la sencilla razón que se paga con vidas; con el futuro de muchos de nuestros semejantes, por la impericia de pasar por alto entre otros asuntos el peligro de esos depósitos de viejos que pomposamente les llaman “residencias” donde escasamente les limpian el trasero, les cambian los pañales y algo les dan de comer, mientras la chata duerme debajo de las camas el sueño de los olvidos, total la volverán a llenar.
   El tardío e improvisado rigor que se aplicó en ciertos casos y por contados días de nada sirvió porque las estadísticas abrumaban -y aún abruman- con su ominoso ascenso mientras los ilusos e irresolutos se sientan a esperar que la curva “se achate” al costo de más vidas. Y están los dos extremos del escenario: en uno los optimistas y especuladores que sostienen que es una distractiva maniobra política y que ya pasará y los otros, en la vereda opuesta, que se apresuran a cavar tumbas.
   Y el masivo protagonista e inexcusable víctima que es la gente, bascula entre reírse del peligro en la actitud soberbia de creer enfrentarlo y los otros displicentes que se mofan de los barbijos, del gel y del aislamiento “que es para maricones” o destinado a débiles que se dejan gobernar y cercenar sus derechos.
   Al poder lo invade un optimismo berreta que es necesario, porque el ritmo del país se ha detenido, crece el descontento y los inexperientes pendejos a quienes se les confiaron vidas y bienes siguen improvisando y remendando a la vez que entre los opuestos que se ocupan de la debacle económica y social se bombardean con dudas, denuncias y descalificaciones.
   La presión tanto interna como externa hace lo suyo, las amarras se aflojan, se les da la bienvenida a las peluqueras, a los tenistas y golfistas, a los curas para que recen con sus fieles contados, a los que tenían mudanzas pendientes y pagaban dos alquileres a la vez. Se reactivaron dos plantas automotrices y se atendieron otras situaciones conflictivas y hasta se accedió a un día de disipación fuera de casa, caminando, en parques y plazas, con horario reducido y ceñido al dígito final de su documento.
   Y por esa costumbre que cuando te dan la mano agarrás el codo explotó la joda de ir al centro aunque sea caminando, de juntarse con los amigos, de espumarse con las birras, de tirarse en los canteros de las plazas, de pedalear cuadras y cuadras, de hacer “picaditos” con los chicos aunque todos lucieran barbijos y siempre cuidándose de gastar lo menos posible y ni pensar en entrar a un negocio, allí donde los dueños y sus empleados se miran sorprendidos y no se explican la ausencia de clientela ni el beneficio de un horario ridículo que la ignorancia les impusiera, cuando ya es de noche y los ladrones esperan y los controles policiales sin rigor ni exigencias no pasan de una mirada y el gesto aprobatorio para continuar.
   Y así se desmadró todo, porque la displicencia preventiva tardó demasiado en neutralizar a más de una decena de contagiados y contagiosos, el virus salió a pasear libre de defensores que lo molestaran y allí el pánico superó tanto las predicciones como los análisis optimistas que con destino a su intimidad vendían que todo mejoraba y que las limitaciones se irían desvaneciendo.
   El desastre con epicentro en un supermercado céntrico desbarrancó todo el optimismo que era mayoría tanto en el poder como en la sociedad, ya cansada de alimentar su propia y desesperada ansiedad. Y pensaron que ya basta de volverse loco en cómo entretener a los chicos, qué hacer con el novio de la nena, cómo pagar el alquiler, cuándo volvería a que la peluquera le escondiera las raíces y con qué argumento convencer al despensero del barrio para que siguiera fiando. Se venían abajo dos eternos meses y lo peor, esa diluida esperanza que sería la última semana de esta verdadera eternidad que transformaba cada hogar en una sucursal de Bouwer.
   Y vino la oculta vergüenza de reconocer íntimamente el fracaso y en lugar de asumir culpas propias por imprevisión, falta de coordinación, improvisación, vocación por esconder el error de no haberse ocupado en un momento clave del riesgo de los geriátricos, muchos de los cuales se abrieron sin autorización y así siguieron funcionando y la ausencia de la cúpula gubernamental que debió dar la cara, hubo que anunciar el paso atrás, pero lejos estuvieron de reconocer la derrota.
   Aunque perdimos dos meses se nos busca meter en la cabeza el concepto de “haber ganado experiencia” cuando esa experiencia costó tantas vidas. Se descuidó a un hospital entero y a los enfermos y empleados contagiados se los repartió, en lugar de llevarlos a ese anunciado “polo sanitario” virtualmente fantasma por esos días. Y otra vez “la prisión domiciliaria” que agobia, desequilibra y embrutece porque es donde nacen otras patologías hasta esa instancia inexistentes.
   Todo este oscuro panorama, para concluir con que esa mala junta entre la discapacidad oficial para enfrentar a un enemigo desconocido al que se minimizó y la incontenible ansiedad de la gente en su encierro, se aliaron para ponerle una firma solidaria a este fracaso con retroceso incluido.      
   No se supo enfrentar desde el poder y en la primera batalla pese a lo pregonado de la buena provisión de insumos y la eficiencia del plantel profesional, a un adversario tan despiadado.
   No tomaron en cuenta la sabiduría de La Fontaine con la contundencia de su definición: “La vergüenza de confesar el primer error, hace cometer otros muchos”.
   Optaron en cambio por la cuartelera resignación de Bolivar, quien supo sostener que “El arte de vencer se aprende en las derrotas”.
   Eso de “ni vencedores ni vencidos” para este caso no cuenta.
   Todos perdimos. Nos va ganando el virus…
Gonio Ferrari


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