CONTROLES RELAJADOS Y LA
ANSIEDAD DE LA GENTE, SON
CULPABLES DEL PASO ATRÁS
Es una verdad revelada eso de
sostener que somos los más pícaros del mundo, creer que Dios es argentino y dar
por sentado que somos dignos merecedores de la admiración universal y si así
fuera la realidad, no andaríamos pidiendo siempre plazos para cumplir
compromisos firmados, para respetar acuerdos o para que nos amplíen los plazos
de pago.
Arrancamos mal desde el
principio negando la gravedad de la amenaza que se desencadenaría, por esa la
ignorancia geográfica de suponer que China está demasiado lejos; después
remendamos esa burrada igual a como lo hacemos en el fútbol después de errar un
penal, intentamos apilar a cuatro defensores y luego patear al arco con el
arquero desparramado en las 18, pero la tiramos afuera.
Ese otro error, más
imperdonable que el primero en el caso de la pandemia, por la sencilla razón
que se paga con vidas; con el futuro de muchos de nuestros semejantes, por la
impericia de pasar por alto entre otros asuntos el peligro de esos depósitos de
viejos que pomposamente les llaman “residencias” donde escasamente les limpian
el trasero, les cambian los pañales y algo les dan de comer, mientras la chata
duerme debajo de las camas el sueño de los olvidos, total la volverán a llenar.
El tardío e improvisado rigor
que se aplicó en ciertos casos y por contados días de nada sirvió porque las
estadísticas abrumaban -y aún abruman- con su ominoso ascenso mientras los
ilusos e irresolutos se sientan a esperar que la curva “se achate” al costo de
más vidas. Y están los dos extremos del escenario: en uno los optimistas y especuladores
que sostienen que es una distractiva maniobra política y que ya pasará y los
otros, en la vereda opuesta, que se apresuran a cavar tumbas.
Y el masivo protagonista e
inexcusable víctima que es la gente, bascula entre reírse del peligro en la
actitud soberbia de creer enfrentarlo y los otros displicentes que se mofan de
los barbijos, del gel y del aislamiento “que es para maricones” o destinado a
débiles que se dejan gobernar y cercenar sus derechos.
Al poder lo invade un optimismo
berreta que es necesario, porque el ritmo del país se ha detenido, crece el
descontento y los inexperientes pendejos a quienes se les confiaron vidas y
bienes siguen improvisando y remendando a la vez que entre los opuestos que se
ocupan de la debacle económica y social se bombardean con dudas, denuncias y
descalificaciones.
La presión tanto interna como
externa hace lo suyo, las amarras se aflojan, se les da la bienvenida a las
peluqueras, a los tenistas y golfistas, a los curas para que recen con sus
fieles contados, a los que tenían mudanzas pendientes y pagaban dos alquileres
a la vez. Se reactivaron dos plantas automotrices y se atendieron otras
situaciones conflictivas y hasta se accedió a un día de disipación fuera de
casa, caminando, en parques y plazas, con horario reducido y ceñido al dígito
final de su documento.
Y por esa costumbre que cuando
te dan la mano agarrás el codo explotó la joda de ir al centro aunque sea
caminando, de juntarse con los amigos, de espumarse con las birras, de tirarse
en los canteros de las plazas, de pedalear cuadras y cuadras, de hacer
“picaditos” con los chicos aunque todos lucieran barbijos y siempre cuidándose
de gastar lo menos posible y ni pensar en entrar a un negocio, allí donde los
dueños y sus empleados se miran sorprendidos y no se explican la ausencia de
clientela ni el beneficio de un horario ridículo que la ignorancia les
impusiera, cuando ya es de noche y los ladrones esperan y los controles
policiales sin rigor ni exigencias no pasan de una mirada y el gesto
aprobatorio para continuar.
Y así se desmadró todo, porque
la displicencia preventiva tardó demasiado en neutralizar a más de una decena
de contagiados y contagiosos, el virus salió a pasear libre de defensores que
lo molestaran y allí el pánico superó tanto las predicciones como los análisis
optimistas que con destino a su intimidad vendían que todo mejoraba y que las
limitaciones se irían desvaneciendo.
El desastre con epicentro en un
supermercado céntrico desbarrancó todo el optimismo que era mayoría tanto en el
poder como en la sociedad, ya cansada de alimentar su propia y desesperada
ansiedad. Y pensaron que ya basta de volverse loco en cómo entretener a los
chicos, qué hacer con el novio de la nena, cómo pagar el alquiler, cuándo
volvería a que la peluquera le escondiera las raíces y con qué argumento
convencer al despensero del barrio para que siguiera fiando. Se venían abajo
dos eternos meses y lo peor, esa diluida esperanza que sería la última semana
de esta verdadera eternidad que transformaba cada hogar en una sucursal de
Bouwer.
Y vino la oculta vergüenza de
reconocer íntimamente el fracaso y en lugar de asumir culpas propias por
imprevisión, falta de coordinación, improvisación, vocación por esconder el
error de no haberse ocupado en un momento clave del riesgo de los geriátricos,
muchos de los cuales se abrieron sin autorización y así siguieron funcionando y
la ausencia de la cúpula gubernamental que debió dar la cara, hubo que anunciar
el paso atrás, pero lejos estuvieron de reconocer la derrota.
Aunque perdimos dos meses se
nos busca meter en la cabeza el concepto de “haber ganado experiencia” cuando
esa experiencia costó tantas vidas. Se descuidó a un hospital entero y a los
enfermos y empleados contagiados se los repartió, en lugar de llevarlos a ese
anunciado “polo sanitario” virtualmente fantasma por esos días. Y otra vez “la
prisión domiciliaria” que agobia, desequilibra y embrutece porque es donde
nacen otras patologías hasta esa instancia inexistentes.
Todo este oscuro panorama, para
concluir con que esa mala junta entre la discapacidad oficial para enfrentar a
un enemigo desconocido al que se minimizó y la incontenible ansiedad de la
gente en su encierro, se aliaron para ponerle una firma solidaria a este
fracaso con retroceso incluido.
No se supo enfrentar desde el
poder y en la primera batalla pese a lo pregonado de la buena provisión de
insumos y la eficiencia del plantel profesional, a un adversario tan
despiadado.
No tomaron en cuenta la
sabiduría de La Fontaine con la contundencia de su definición: “La vergüenza de confesar el primer error, hace cometer otros muchos”.
Optaron en cambio por la
cuartelera resignación de Bolivar, quien supo sostener que “El arte de vencer
se aprende en las derrotas”.
Eso de “ni vencedores ni
vencidos” para este caso no cuenta.
Todos perdimos. Nos va ganando
el virus…
Gonio Ferrari
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado