La vida placentera había sido esquiva y mezquina con Ricardo porque precoz huérfano de padres, de abuelos, de tíos y de otros afectos la calle fue el aula de su aprendizaje aunque las carencias jamás lo habían apartado de la decencia y de cualquier trabajo ocasional que se le presentara.
Gastaba el piso de la peatonal cordobesa vendiendo baratijas, encendedores, almanaques con el dulce rostro de Jesús, llaveros que mostraban la cara de Perón, el arco de Córdoba, el cucú de Carlos Paz o los escudos de Talleres, de Belgrano, de Instituto o de Rácing en los tiempos que todos ellos lucían sus glorias en las ligas mayores. En Semana Santa vendía ramitos de espigas, la estampita de San Cayetano para el Día del Trabajador y la Difunta Correa era imagen para todo el año.
Era en suma un rebuscavida pero se aburría soberanamente con algo que se había transformado en rutina: vender cualquier cosa con tal de subsistir en una jungla donde era una especie de bofe caminante entre una multitud de leones, hienas y cocodrilos famélicos. Envidiaba a las lechuzas que pueden girar su cabeza íntegramente.
Cambió de rubro y el éxito no lo acompañó porque paseando perros un trolebús aplastó a un costoso pequinés, acompañando turistas se perdió en barrio Güemes y como chofer de ómnibus no cobró ni un peso porque desde que ingresó estuvieron un mes de paro. Tenía buen lomo, intentó como “stripper” pero la primera noche fue despedido apenas se quitó el último pedacito de tela que lo cubría cuando mostró su minúscula intrascendencia.
Una parva de años atrás aparecieron los teléfonos celulares con forma, tamaño y peso equivalentes a un ladrillo y para colmo algunos modelos requerían de un bolso aparte para llevar las baterías. Más que servir para comunicarse, eran un distintivo de status, la chapa de pudiente, el carnet de carteludo … Lo usaban en general los médicos, los abogados y los empresarios por moda y los periodistas y los policías por necesidad.
Ricardo quería uno. Con sacrificio y privaciones lo tuvo. Flamante y brilloso en su negrura. Caminaba con el aparato en el oído haciendo como que hablaba, pero no hablaba con nadie. Se lo alquilaba a sus conocidos vendedores ambulantes para llamadas “de negocios” como pedir mercadería o hacer consultas. Era más caro que un teléfono público pero tenía el valor agregado de la notoriedad. Ganó dinero y se fue renovando con cada nuevo modelo que aparecía en el fulgurante mercado de la telefonía celular.
Pero corroborando el aserto incuestionable de que no todas son flores en la vida de los esforzados, el día que compró un celular de última generación para seguir con sus negocios, alguien que pasaba en moto por la esquina de San Martín y Santa Rosa se le acercó tanto mientras cruzaba que el acompañante le arrebató el aparato que llevaba junto a su oreja derecha, hizo un “willy” y rajó para perderse en el anonimato del endemoniado tránsito cordobés.
Paralizado por la ingrata sorpresa, de buenas a primeras se sintió el más desgraciado de los mortales porque de un manotazo lo habían dejado en la calle, sin trabajo y sin sustento.
Hizo la denuncia por si el aparato aparecía en algún allanamiento y su tío que era comisario le recomendó a un amigo que vendía esos equipos, al que algunas veces tiempo atrás había ayudado prestándole el teléfono y Ricardo fue beneficiario de un bonito celular al fiado, que iría pagando con las utilidades que le produjera.
El nuevo era hermoso y llamaba la atención por lo moderno y cuando lo vio su tío el policía, le sugirió que se lo dejara un par de horas para acondicionarlo contra robo por si se repetía el episodio que tanto dolor y daño le causara por andar abriendo la boca en el centro en lugar de cuidarse de los arrebatadores.
Así lo hizo Ricardo y luego salió orondo a la calle para seguir trabajando mientras en una de sus manos lucía el flamante “chiche” de la tecnología más avanzada en telefonía portátil. Su pariente le recomendó guardar en su memoria un número de tres dígitos, que tendría que marcar desde otro aparato si alguien le robaba, como antes había ocurrido, el que estaba utilizando. Total, se dijo, siempre tenía dos o tres a mano, porque se había hecho adicto a los celulares.
Pasaron los días, con la proximidad del fin de año se incrementaba la cantidad de gente por
toda la ciudad y especialmente en las zonas críticas de todas las peatonales. Pululaban carteristas, mecheras, descuidistas y toda la variedad de amigos de lo ajeno aprovechando la escasez de vigilancia policial.
Ricardo iba cruzando, confiado en el semáforo, la concurrida esquina de avenida Colón y San Martín mientras conversaba por teléfono con una querida amiga, hasta que un violento empujón lo llamó a la realidad y la mano diestra que le quitaba el celular derribándolo al pavimento mientras el ladrón corría de contramano en dirección a General Paz y Colón mezclándose en la multitud.
Instantáneamente se sintió el tipo más desafortunado, boludo e imbécil del mundo por haber sido presa tan fácil.
Poco le duró ese estado de sopor, autocrítica e incertidumbre.
Recordó los tres dígitos que le recomendara su tío, el policía.
Echó mano a otro de sus celulares y los marcó.
En una de las paredes laterales del Correo quedaron pelos, salpicones de sangre, tres o cuatro dedos, una oreja (la del otro lado) y lo que se salvó del cuerpo del caco después de la explosión, que afectó levemente a algunos sorprendidos transeúntes.
Ricardo cayó en cuenta entonces que a ese teléfono, el nuevo y flamante, no lo recuperaría jamás pero que tampoco el ladrón podría reincidir y eso le aportó algo de merecida satisfacción.
Su tío, ahora admirado, seguía trabajando en la Brigada de Explosivos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado