EL COLECCIONISTA DE
SUEÑOS
Cuando se le antojaba y se lo proponía
soñaba en colores, y en sus depresiones optaba por el blanco y negro, pero
siempre y de antemano había elegido con quién soñar y en qué lugar, porque
coleccionaba en su memoria todo lo que alguna vez, si sucumbía a la nostalgia,
le serviría para sentirse merecidamente feliz.
El tipo era un amoroso invento de nadie, o
sea que no existía salvo en la mente de dos personas que se habían juramentado
en sostener que era alguien pensante,
con sentimientos propios. Ni las más afiebradas imaginaciones podían darle
forma ni sentido. Nadie se atrevía a corporizarlo en una figura porque la
propia idea se evaporaba en las penumbras de su lógica desmaterialización.

Era sabido que el Señor de Todos los
Destinos -que no sueña pero induce fantasías- andaba gestionando unificar los
misterios que coincidían en las dos quimeras que ellos representaban, porque
caminaban por senderos distintos que curiosamente mostraban idénticos paisajes
como si cada uno fuera el alma del otro sin que jamás se lo hubieran confesado,
igual que esos pecados de pródiga dulzura que todos escondemos por vergüenza.
Cada uno tenía la humana costumbre de la
rebeldía, hasta el punto que por no sentirse reales, ni siquiera aparecían en
los espejos.
Creían haber consumado entre ellos
estrepitosos amores que los transportaban al imperio de los olvidos, como si
todas las sensaciones eróticamente sibaríticas hubieran sido nada más que un
producto de la ensoñación que rápidamente se transforma en la injuria de una
amnesia no deseada.
(Es maravilloso experimentar el estado de gloria
y al despertar bañados de lujuria, cerrar los ojos y hacer fuerzas para retomar
el hilo, los detalles y la sensación vívida durante el placentero letargo).
Esa curiosa manera de no vivir despertó
primero la desorientación, luego la impotencia y después la ira del Hacedor de
Todas las Tormentas y las Calmas, que decidió el castigo de enviarles la
calamidad de la unión con perspectivas de eternidad a dos ilusiones como ellos
eran, cultores de las mágicas y sacras libertades.

Pretendió que la arañita se montara en la
golondrina y que volaran, llevándose al reloj de arena que arrojarían al vacío,
o al mar, para destruirlo y con ello aniquilar los tiempos.
Pero no lo pudo conseguir.
Aquella propia desobediencia a los absurdos,
aquella meticulosa insubordinación por lo previsible, transformó la penitencia
en placer y la tentación en merecida felicidad.
Porque ellos se descubrieron solo con
mirarse en silencio.
Y caer en cuenta que no eran un invento, un
delirio, una irrealidad ni dos soledades, sino una adoración encastrada en la
otra.
Y cuando se dieron cuenta de todo el tiempo
que lastimosamente habían dilapidado, no necesitaron buscarse porque estaban
juntos desde siempre aunque no lo supieran, íntimamente lo negaran o
socialmente lo escondieran.
Como el cuerpo y su sombra.
Como los espejos y la imagen.
Habían despertado de sueños que con pudor y
en silencio venían coleccionando y los guardaban sin saber para qué.
Más allá de los relojes, de las arañitas y
de las golondrinas.
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