14 de enero de 2017

UNA VENTANA AL VERANO, lecturas para pensar, serie de cuentos cortos basados la mayoría en hechos reales.

EL COLECCIONISTA DE SUEÑOS 

   Cuando se le antojaba y se lo proponía soñaba en colores, y en sus depresiones optaba por el blanco y negro, pero siempre y de antemano había elegido con quién soñar y en qué lugar, porque coleccionaba en su memoria todo lo que alguna vez, si sucumbía a la nostalgia, le serviría para sentirse merecidamente feliz.
   El tipo era un amoroso invento de nadie, o sea que no existía salvo en la mente de dos personas que se habían juramentado en sostener  que era alguien pensante, con sentimientos propios. Ni las más afiebradas imaginaciones podían darle forma ni sentido. Nadie se atrevía a corporizarlo en una figura porque la propia idea se evaporaba en las penumbras de su lógica desmaterialización.
   Ella era igual, pero en versión femeninamente acentuada, soñaba lo que quería y llenaba su alma con esos instantes fugaces que se transforman en eternos cuando es necesario traerlos a la realidad. Ella hacia evocar un largo par de piernas, llamativas rodillas, pupo con piercing, generosos pechos, boca fina, silenciosa como una sombra, nariz respingona, ojos maravillosos y un discreto chichón que jugaba a las escondidas en el peinado.
   Era sabido que el Señor de Todos los Destinos -que no sueña pero induce fantasías- andaba gestionando unificar los misterios que coincidían en las dos quimeras que ellos representaban, porque caminaban por senderos distintos que curiosamente mostraban idénticos paisajes como si cada uno fuera el alma del otro sin que jamás se lo hubieran confesado, igual que esos pecados de pródiga dulzura que todos escondemos por vergüenza.
   Cada uno tenía la humana costumbre de la rebeldía, hasta el punto que por no sentirse reales, ni siquiera aparecían en los espejos.
   Creían haber consumado entre ellos estrepitosos amores que los transportaban al imperio de los olvidos, como si todas las sensaciones eróticamente sibaríticas hubieran sido nada más que un producto de la ensoñación que rápidamente se transforma en la injuria de una
amnesia no deseada.
   (Es maravilloso experimentar el estado de gloria y al despertar bañados de lujuria, cerrar los ojos y hacer fuerzas para retomar el hilo, los detalles y la sensación vívida durante el placentero letargo).
   Esa curiosa manera de no vivir despertó primero la desorientación, luego la impotencia y después la ira del Hacedor de Todas las Tormentas y las Calmas, que decidió el castigo de enviarles la calamidad de la unión con perspectivas de eternidad a dos ilusiones como ellos eran, cultores de las mágicas y sacras libertades.
   Creyó que le bastaría con utilizar tres simples elementos: una golondrina, una arañita y un reloj de arena.
   Pretendió que la arañita se montara en la golondrina y que volaran, llevándose al reloj de arena que arrojarían al vacío, o al mar, para destruirlo y con ello aniquilar los tiempos.
   Pero no lo pudo conseguir.
   Aquella propia desobediencia a los absurdos, aquella meticulosa insubordinación por lo previsible, transformó la penitencia en placer y la tentación en merecida felicidad.
   Porque ellos se descubrieron solo con mirarse en silencio.
   Y caer en cuenta que no eran un invento, un delirio, una irrealidad ni dos soledades, sino una adoración encastrada en la otra.
   Y cuando se dieron cuenta de todo el tiempo que lastimosamente habían dilapidado, no necesitaron buscarse porque estaban juntos desde siempre aunque no lo supieran, íntimamente lo negaran o socialmente lo escondieran.
   Como el cuerpo y su sombra.
   Como los espejos y la imagen.
   Habían despertado de sueños que con pudor y en silencio venían coleccionando y los guardaban sin saber para qué.
   Más allá de los relojes, de las arañitas y de las golondrinas.


                                                                                         

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