EL
COLECCIONISTA DE PEINES
Tenía la pinta casi lógica del rugbier
antiguo: treintañero, fornido, nariz torcida, ojos claros, orejas arrepolladas,
casi sin cuello y mirada de suficiencia, aunque en la cancha era un mediopelo
con manos de manteca y temeroso del tackle adversario e inútil a la hora del
tackle
propio. Le decían doctor porque un par de veces llegó al club vistiendo
un guardapolvo que en su bolsillo superior lucía como al descuido un mentiroso
estetoscopio. Pero su deporte, en realidad, era seducir a jovencitas incautas
más proclives a la boludez que al noviazgo formal con proyecciones de alguna
seriedad.
Para ellas, que a veces lo esperaban al
costado de la cancha de donde siempre salía antes de tiempo por reemplazo, era
un tierno pintón, supuestamente médico y de manera especial para Luisa, de esa
inquietante clase sub 18 con bella figura que inspiraba fantasías, nariz de
ñoqui, pelo largo con destellos de espigas, conversación amena y un par de
tucos color de yerbeado. Hubo flechazo pese a que el deportista sentía un
cierto recelo porque sabía que el padre de la joven era un duro y disciplinado
militar de infantería, para una historia que transcurre en aquellos tiempos del
desprecio por la vida, vocación por el secuestro, la tortura y la muerte o el
atentado a mansalva en nombre de un falso romanticismo ideológico.
El muchacho vivía solo en lo que llamaba
“consulín” una curiosa mezcla
de su innecesario consultorio e íntimo bulín.
Extraño antro porque había nada más que un sofacama pero no tenía camilla,
balanza, vitrina con muestras gratis, tensiómetro a la vista ni fichero con
historias clínicas. Para colmo, ni siquiera esa prueba de graduación que se
llama diploma que por lo general ocupa la parte central de la pared más
visible.
Había peines negros, blancos, veteados,
transparentes, de púas separadas y púas juntas, con marcas y sin marcas y cada
uno tenía un cartelito con iniciales y una fecha.
Ese era para el rugbier el escenario del
primer encuentro; el del “aprouch”, para el chamuyo, la seducción final y el
precalentamiento, lo que a veces le demandaba a lo sumo un par de sesiones.

Antes de irse, el muchacho aunque no se
peinara porque era cultor de la melena salvaje, se llevaba el peine que siempre
había en el baño, llegaba a su cueva, lo fijaba con clavitos en la pared y de
puño y letra agregaba un cartelito con la fecha y las iniciales de quien lo
había acompañado en unas pocas horas de lujuria.
Un ritual que se reiteraba siempre que el
instinto lo llamaba a compartir una cama, desde el día que vulneró la casta
virtud de la jovencita y con el correr de los meses llegó a coleccionar en sus
muros varios L.M.G. porque los encuentros clandestinos se fueron reiterando
cada vez con mayor pasión y asiduidad.
El rugbier esperó en vano y al día siguiente
L.M.G. le hizo saber, entre sollozos, que su papá había descubierto no tan solo
los amoríos sino sus escarceos, el lugar de las citas furtivas, la ubicación
del “consulín” y todos los detalles.
Al domingo siguiente, ella volvió a faltar
con su figura fresca, el pelo dorado, los ojazos verdes y el grito de aliento.
El lunes un pariente lo encontró tirado en
el sofacama, con tres balazos en el pecho y algunas moscas revoloteando el
tétrico escenario.
La boca del muerto estaba prolijamente llena
de peines.
De esos peines chiquitos, de todas formas y
colores.
Y los cartelitos -todos- habían
desaparecido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Su comentario será valorado