HOY MISMO VOLVERIA …
Uno de los principales componentes de un
viaje, es sin dudas el misterio que envuelve al lugar que se visita. Si bien no
es cuestión de andar por el mundo desentrañando secretos ajenos, vivirlos es
parte de los recuerdos que con el tiempo se atesoran.
El área metropolitana de El Cairo, con sus
más de 15 millones de almas, debe ser la ciudad más mugrienta y ruidosa del
mundo. Los vendedores de cordero faenan y venden en plena calle, convocando a
un gigantesco festival de moscas. Los desperdicios se retiran -por lo que el
viajero puede apreciar- una vez a la semana.
En la Ciudad de los Muertos, viejo y desocupado
cementerio de varias
hectáreas enclavada en lo que ahora es el centro, los más
castigados por la miseria ocupan antiguos nichos y conviven con históricos
huesos humanos.
El interminable Nilo alberga miles de
indigencias embarcadas en botes, chalupas, maderas unidas con sogas y todo lo
que pueda flotar. Debe ser, junto con el Ganges, el río más contaminado del
planeta. Las familias que nacen, viven, se multiplican y mueren sobre esas
aguas, son parte inseparable del paisaje urbano.
El tránsito enloquecido de bocinas no
respeta semáforos, sendas peatonales ni indicaciones y es una inigualable
invitación al vértigo por sinuosas callejuelas y endiabladas autopistas. Tomar
un taxi supone la aventura del arreglo previo, porque los aparatos que tarifan
no son tomados en cuenta ni siquiera por los inspectores, entusiastas cultores
del silbato y de las señas ampulosas, como si fueran italianos.
Recorrer cualquiera de los típicos bazares o
mercados es aconsejable mientras sea de día, al igual que ocupar una mesa de
los tantos bares, donde a los nativos no les cae simpático que los acribillen
con cámaras, porque muchos creen que les están robando el espíritu.
Pero la ciudad es así, incorregible y
anárquica. Los cairotas están resignados frente a la invasión turística como lo
estuvieron cuando los ingleses les robaron tantos tramos de su pasado representados
por tesoros de valor incalculable.
Después de todo, los visitantes invadimos a
cada paso las mismas piedras que pisaron los faraones y aunque se nos encoja el
alma, en cada pisada destrozamos esa desembozada intimidad de siglos.
Enfrentar las erosionadas moles de Keops,
Kefren y Micerino es viajar a una fantasía de momias, oros, sarcófagos y camellos que alimentamos desde
el colegio secundario, mientras el
gastado rostro de Gizeh nos escudriña como preguntando por qué no respetamos la
paz de sus sepulcros abiertos al inclemente sol y a la arena milenaria.
Mañana mismo volvería, porque caminar por El
Cairo es emborracharse con el licor de los tiempos.
GONIO FERRARI
Periodista casi en reposo
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